La empanada no es solo un pan relleno: es un ídolo culinario y antropológico de Galicia. Su masa, firme, dorada, trabajada con amor y paciencia, simboliza la tierra fértil y su forma cerrada resguarda lo valioso y oculto: el alimento como un rito, que fortalece la identidad colectiva. Su relleno, difiere según sea de mar o de tierra, y convierte cada empanada en una parte de la cartografía del territorio galaico: raxo (o lomo de cerdo) y otras carnes, bacalao con pasas del ancestral interior, xoubas y zamburiñas de las rías, lampreas de los cauces pluviales, etc. y sus diversos ingredientes son un testimonio vivo de la riqueza y la diversidad de Galicia. Cada familia guarda su receta como una joya heredada, transmitida de generación en generación, reforzando así un sentido de pertenencia que atraviesa los años y convierte este manjar culinario en un entresijo invisible que fusiona pasado, presente y futuro.
En su función social —protectora, democrática y aristocrática a la vez— la empanada representa abundancia y hospitalidad. Nunca se prepara para uno solo, sino para ser compartida y disfrutada en comunidad. Une a familias, vecinos y amigos en un acto que trasciende lo cotidiano. Es, sobre todo, un plato igualitario, accesible tanto a ricos como a pobres. Y, como no podía faltar, Cunqueiro —siempre con su ironía erudita— evoca su condición aristocrática. El flechazo de Lanzarote por la reina Ginebra tuvo un origen inesperado: una empanada de pichón, preparada por la propia reina en el marco de aquellos fastuosos banquetes arturianos.
La empanada posee además una dimensión mítica y poética. Es humilde, a la vez que majestuosa, capaz de contener cualquier cosa dentro de su acogedor vientre de pan, como si absorbiera la esencia del territorio y de quienes la elaboran. Su aroma, su textura y su sabor son un lenguaje silencioso —una buena empanada es aquella en que no se distingue qué es mejor: si su aroma, su sabor o su estética—. Más allá de ser alimento, se convierte en un emblema cultural, un pequeño milagro entre los entresijos de la historia de Galicia.
En definitiva, la empanada gallega es mucho más que un plato: es un ritual. Es tierra, mar, trabajo, comida, hogar, comunidad y memoria colectiva. Cada vez que se sirve revive la historia de Galicia y de su gente y, por si fuera poco, este exquisito bocado se puede saborear y compartir.
Lo que significa para mí una empanada
Preparar una empanada, para mí, es toda una fiesta: en primer lugar, es regresar a mis raíces más hondas, para crear un bien material en el que pongo mis cinco sentidos y las tres potencias del alma, para ofrecérsela a los míos con amor.
Al hacer una empanada, cada tarea se convierte en un ritual sin prisa. Amasar es dedicar cuerpo y alma a la creación de su pan; es rellenar sus entrañas con un tesoro secreto —el genuino amoado— un misterio, que sólo se revelará al partirla. Y hornearla es entregar al fuego una obra inacabada, que al salir del horno se habrá convertido en una obra de arte, con una cadena de secretos imposibles de descifrar del todo. En los momentos de su elaboración siento que estoy construyendo una obra extraordinaria, y el placer que ello me produce es infinito. A veces me pregunto qué resulta más gratificante: si el proceso en sí, con su magia paciente, o el producto final: brillante y solemne sobre la mesa.
La reflexión que queda en mi corazón es ésta: todo ser humano posee un don, y este no se nos entrega por azar. Hay que buscarlo, reconocerlo y cultivarlo. Y cuando por fin se hace palpable, nos regala un gozo genuino que se transforma en serena plenitud. Este es el presente que la empanada me ofrece.
La empanada como un “universal culinario”
Perdonad la digresión que voy a cometer —sí, “cometer”, porque hablar de cocina siempre es un acto con algo de picardía—, pero me ronda desde hace tiempo una sospecha intelectual muy sabrosa. Después de décadas de revolver ollas y libros de cocina, he llegado a la conclusión de que, al igual que existen los “universales lingüísticos”, bien podríamos hablar de los “universales gastronómicos”. Dicho de otro modo: hay platos que, como viajeros incansables, aparecen en distintos lugares y épocas del mundo, con apenas un cambio de traje.
Tomemos “el flan”, por ejemplo. Este señor postre lleva más de veinte siglos apareciendo en las mesas de todo el planeta, con una dignidad inmutable. En Francia se hace llamar crème brûlée, en Inglaterra se disfraza de cream caramel, en América adopta el título de custard y en Portugal se hace pasar por pudim flan. Hasta los japoneses, siempre tan creativos, le han dedicado el giga pudim. El mismo molde con distintos sombreros. Y lo mismo pasa con “las albóndigas” —esferas democráticas donde caben desde la carne hasta el garbanzo— o con “los caldos”, esos líquidos reconfortantes que se perpetúan en todas las culturas con apenas un guiño local.
El gran Noam Chomsky, padre de la teoría de “los universales lingüísticos”, quizá se escandalizaría al ver su Gramática Universal aplicada al terreno de la cazuela. Pero yo, con mi experiencia, no puedo evitar pensar que en la mente humana también late un “gen culinario”, que dicta unas pocas reglas universales. Al fin y al cabo, vivimos comiendo unas sesenta mil veces a lo largo de la vida (esto es pura estadística). ¡Como para que la empanada no haya dejado huella en el inconsciente colectivo!
Y dentro de esos universales, la empanada es un caso digno de estudio. Presente en todas las épocas, culturas y entornos, cambia de masa, de relleno y hasta de forma, pero nunca pierde su esencia: el gesto universal de encerrar algo rico dentro de un trozo de pan.
La leyenda y el viaje de la empanada gallega
El origen de la legendaria empanada gallega se remonta a un tiempo incierto. Se dice que fueron los persas, y luego los griegos, quienes comenzaron a elaborar algo semejante; y que los godos en el siglo VII la trajeron a España desde las tierras del norte, e inmediatamente los árabes se la apropiaron. Sin embargo, sigue sin autoría conocida. (Aunque por increíble que parezca, corre entre las leyendas culinarias la pintoresca versión de que Abraham, ni más ni menos, fue el inventor del helado; y lo más sorprendente no es la afirmación en sí, sino la naturalidad con que se repite, sin que a nadie se le ocurra fruncir el ceño ante semejante aserto).
Después, la historia se sumerge en sombras hasta que, en el siglo XII, el divino Maestro Mateo inmortaliza la empanada en piedra de la catedral de Santiago de Compostela. Dos esculturas suyas la evocan. En el Palacio de Gelmírez, un apóstol —o tal vez un peregrino— sostiene una empanada de la que asoma un jugoso amoado, o lo que fuera de Galicia llaman erróneamente “sofrito”. Y la otra talla está en el Pórtico de la Gloria, en plena escena del Juicio Final, en donde un glotón condenado mira una empanada, que no puede probar, porque una soga le oprime el cuello, castigo eterno de la gula.
Estas escenas prueban que ya en el alto medievo la empanada se había convertido en símbolo de sustento y deseo. La anécdota, real o inventada, revela la carga simbólica de la empanada y su carácter popular, siempre vinculada al Camino de Santiago. Porque, además de su sabor, tenía una virtud práctica: al ser una vianda cerrada, mantenía frescos los ingredientes durante mucho más tiempo, protegiéndolos de la intemperie y del polvo del camino. Así, en plena Edad Media, la empanada se convierte en compañera fiel del peregrino. Quizá por eso, puede decirse que la empanada gallega, tal como la conocemos, nació con el Camino de Santiago, como una masa sellada que guardaba la esencia de la tierra y alimentaba tanto el cuerpo como el espíritu del viajero.
Desde allí, su fama se expandió más allá de Galicia; cruzó montañas, atravesó mares y, con el Descubrimiento, llegó también a América, donde adoptó nuevas formas y nombres, sin perder nunca su alma viajera. Hasta la actualidad la empanada se mantuvo con el rostro que todos creemos conocer. Pero ¡ay!, he aquí lo llamativo: en su lenta comercialización fue despojándose de su alma verdadera, hasta el punto de que hoy una buena empanada es casi una leyenda urbana. Ni en Galicia —¡su cuna, su altar, su patria indiscutible— resulta fácil hallarla, y tienes que aventurarte a lugares inesperados: un bar de mala muerte con mantel de hule, una taberna escondida en una aldea que apenas sale en los mapas, o —con un golpe de suerte— algún viejo restaurante de alguna estrella que todavía respeta el ritual como se debe. Encontrarla es como dar con el Santo Grial envuelto en masa. ¡Haberlas haylas, pero pocos las han probado!
Una mirada antropológica a la empanada
Es un lugar común decir que la empanada es el emblema de la cocina gallega; y su receta primigenia consiste en una masa de pan con un compango, amoado o zaragallada (i.e. el relleno de la empanada), que puede ser de cualquier cosa, pero donde nunca debe faltar la cebolla. Hoy se hace con una gran variedad de masas, pero se subraya que la gran diferencia entre ellas depende de que estemos en la Galicia del interior, en donde la masa es prioritariamente de pan y sus rellenos de ternera, pollo, raxo (lomo de cerdo), o zorza (el mejunje crudo de los chorizos), o en otras ocasiones, de conejo, pichones, o bacalao con pasas para el tiempo de la Cuaresma. Por otra parte, están las que se hacen en la Galicia mariñeira, cuyo amoado preferido son los productos del mar: chouvas (sardinitas pequeñas), vieras, congrio, navajas, zamburiñas, bonito etc.
Pero si le preguntáis a un gallego cuál es la mejor empanada, os dirá, sin dudarlo, que "depende" y luego, si insistís un poco, se decidirá seguro por la de lamprea, la "princesa verde del mar", a la que los gallegos, junto con los emperadores romanos y los abades de los monasterios, consideramos el sursum corda de las delicias culinarias, sobre todo si se come en los meses lluviosos de febrero y marzo. (Cunqueiro proclamaba que la mejor empanada de lamprea era la de Caldas de Rey, pero yo disiento —y casi nunca lo hago con D. Álvaro—: no hay lamprea como la del río Eo, y modestia aparte, la empanada de lamprea de mi madre era insuperable).
Dicho esto, me gustaría hacer un pequeño inciso antropológico para hablar de la empanada como descendiente directo del pan. En Galicia se dice que no se sabe qué fue primero si la empanada o el pan, ese producto que se ha abordado desde tantos ángulos (histórico, antropológico, etnográfico, psicológico, feminista, etc.). Hay una opinión casi unánime de que desde que se inventó el pan (hace 9.000 años en Mesopotamia) la mujer ha sido la encargada de esta actividad ancestral. En el fondo, la elaboración del pan es una realidad simbólica, que ha denotado desde tiempo inmemorial el buen funcionamiento de la economía familiar. Su fabricación conlleva una serie de tareas complejas —amasado, reposo, división de la masa, reamasado, enhornado, cocción y rever, o proceso de maduración—, y cualquier estudio antropológico o etnográfico de los orígenes de un pueblo nos llevará irremediablemente al estudio del pan.
Hacer el pan era una misión casi sagrada que convertía a las mujeres en una especie de sacerdotisas, que dedicaban un día entero a tal menester, y en días apropiados —porque si estaban con la menstruación se decía que la levadura no fermentaba—; otra peculiaridad de su proceso era la necesidad de envolverlo en un paño de lino, que se conocía como "la cama del pan" o “la cunita del pan”, que indudablemente se asociaba con la maternidad. Todo este ritual suponía una pequeña fiesta, que afortunadamente alejaba a la mujer de la monotonía diaria, y concedía a las hacedoras de este alimento básico un estatus especial dentro de la tribu —y dentro de estas hacedoras mi abuela Dominica, no tenía contrincante—.
El ritual llevaba hasta la inclusión de una oración, justo cuando se metía en el horno para una buena cocción (mi abuela hacía la señal de la cruz que dibujada también en el propio pan). Covadonga García Fernández comenta: "Rezamos: un padrenuestro a San Julián para que nos saque bien el pan, y un padrenuestro a San Justo, para que de pouco saque mucho”.
Siempre he tenido la sensación de que a las mujeres que se les asignaba esta labor eran mujeres fuertes, independientes y creativas, y la elección no dependía tanto del estatus familiar (no siempre era la madre) como de la energía y capacidad organizativa para afrontar las faenas que su elaboración conllevaba.
Una tarde hablando con una amiga gallega, a la que relataba cómo me había impactado en mi niñez ver preparar el "mágico" amasado, en donde se despertaban todos los sentidos, le mencioné cómo había tenido la suerte de ver a dos familiares en el proceso completo de elaborar el pan (mi abuela y mi “tía favorita”) —a título anecdótico, os diré que siempre me sorprendió saber que la extraordinaria Emily Brontë, por voluntad propia, se encargaba de hacer el pan cada miércoles para toda su familia, faena a la que nunca renunció hasta dos días antes de morir—.
En esa conversación con esa antigua amiga, hoy fallecida, a la sazón catedrática de literatura, yo insistía en la fuerte personalidad de las mujeres que elaboraban el pan y sugerí casi sin pensarlo:
‒(Yo): Aquellas mujeres tenían algo que las hacía diferentes, a lo mejor incluso tenían dotes extraordinarias.
‒(Mi amiga): ¡¿Poderes?! (me preguntó y como mi amiga era gallega yo sabía exactamente a qué se refería).
‒(Yo): No lo había pensado hasta ahora… pero, al recordarlas…, me doy cuenta de que ambas sentían una profunda fascinación por todo lo extraordinario y creían a pies juntillas en lo paranormal. Sin embargo, lo que más me cautivaba de ellas no era solo esa mirada hacia lo invisible, sino su espíritu indómito, su libertad sin restricciones, su rechazo a los convencionalismos y hasta su rebeldía.
Había otra característica asombrosa que compartían: la pasión por la lectura, un interés poco común entre las mujeres de su tiempo. Quizá esa curiosidad las abría a mundos más vastos, horizontes más amplios que los de la mayoría de las coetáneas, y les permitía habitar una realidad en la que los límites parecían diluirse.
‒(Mi amiga): Carmen, deberías contarlo.
‒(Yo): ¿Y qué quieres, que me quemen en la hoguera?
[Para dar un nombre a la mejor hacedora de empanadas que he conocido, no dudaría en mencionar a mi abuela Dominica, a quien dedico un capítulo aparte en mi libro, que encarna todas las virtudes que antes atribuí a las verdaderas maestras de la empanada y, además, menciono un acontecimiento desconocido de su vida: su misterioso romance con Ramón Cabanillas, el mejor poeta gallego, que quizá interese a los biógrafos del gran poeta gallego].
Mi receta de la empanada
Sin embargo, la receta de la empanada que presento en mis libros no forma parte estrictamente de mi patrimonio familiar, o quizá sí, aunque jamás quedó por escrito. Se transmitió de viva voz, pasando de madres a hijas a lo largo de los años, y, si alguna vez existió un documento escrito, se esfumó con el tiempo. Desde niña yo elaboraba empanadas y la única instrucción que recibía era siempre la misma: “Pon la harina que te pida, la leche y el agua que necesite, la mantequilla que te acepte… y amasa hasta que te diga basta”. Y, sin mayor misterio, mis manos se movían con naturalidad, preparando empanadas estupendas, como si las gallegas llevásemos en la sangre un gen secreto que dictara cada paso. La verdad es que lo hemos aprendido por un proceso más sutil: una ósmosis silenciosa, un aprendizaje por inmersión, por exposición, que convierte la cocina en un arte transmitido sin palabras, casi como un hechizo que se hereda de generación en generación.
Pero hete aquí que, al comenzar a escribir mis libros, descubrí que mis lectores no podían descifrar las cantidades ni entender las instrucciones, porque ni “la masa les hablaba ni daba señal alguna…”, y aquel animismo con el que yo había aprendido a hacer empanadas permanecía en silencio. Fue entonces cuando recurrí a una panadera de Pontevedra, guardiana de hornos y de masas. Tras probar sus creaciones —de lomo, de bacalao, de marisco, entre otras— decidí no solo pedirle la receta, sino invitarla a mi casa para que me mostrara in situ el arte de su preparación. Ella era el eco vivo de mi herencia: unas empanadas que respiraban el mismo aroma de mi infancia y que resonaban con el recuerdo de un legado familiar que creía perdido. Estoy convencida de que esta receta es inmejorable y casi idéntica a aquellas que se elaboraban en la Goleta a comienzos del siglo XX: la célebre empanada de “masa de pan”.
Actualmente preparo dos modalidades. La primera es la que considero la auténtica y primigenia empanada gallega de pan: insuperable, sencilla y sin complicaciones, que además no exige un gran amasado —sobre todo si se elabora en batidora, con gancho o paleta—. La segunda es una empanada fina y hojaldrada de la cocina menorquina, cuyo fermento procede de la cerveza o del vino. Esta variante resulta ideal para preparar las llamadas empanadas gramadas: finas, crujientes, fáciles y rápidas, conocidas en Galicia con el nombre de pastelones.
Podría hablaros durante horas y horas sobre las infinitas variantes de las empanadas —ese universo sin fin encerrado en una masa—, pero no quiero convertir este post en un tratado interminable y soporífero. Mi objetivo con este texto no es más que dejaros con la miel en los labios y despertar vuestro interés por esta apasionante comida, que no solo aporta satisfacción en cualquier mesa, sino que incluso puede abrir la puerta a una profesión muy rentable.
En sucesivos posts iré aportando detalles de cada empanada, porque aunque la elaboración sea similar, cada una tiene un quid, un algo que la hace única. Pongamos como ejemplo las mariñeiras, extraídas del mismísimo tesoro de Neptuno, donde incluyo la deliciosa empanada de navajas, rescatada de las brumas del tiempo: tanto en su versión de trigo como en la ancestral y vintage de maíz, auténticas reliquias culinarias que deberíamos preservar como se guarda un códice medieval y que, por fortuna, hoy vuelven a gozar de notable popularidad
N.B. Para los verdaderos devotos del tema, os remito a mi libro electrónico Recetas de Navidad y otras Fiestas (Amazon Pub.) con más de 500 págs, al módico precio de 9,90 EU, donde encontraréis desde la receta de la masa de pan a sus venerables amoados o zaragalladas, junto con las masas de trigo y de maíz, descritas con tal minuciosidad que resultaría humanamente imposible resumirlas aquí sin riesgo de aburrir. Y no encontraréis solo recetas, sino también leyendas, anécdotas, referencias culturales… en definitiva, todo el imaginario que convierte a cada empanada en una criatura única. Pero lo que más destacaría de esta monografía es la importancia de las ilustraciones, que acompañan, paso a paso, cada elaboración, confirmando aquel antiguo adagio chino: “una imagen vale más que mil palabras”.