Elisenda y el mal fario
Dicen que a Palmerano lo mató un toro por su culpa; ya se lo advirtió su tío Ramón el Cojo: Mira Juan, esa mujer tiene mal fario y te va a costar un disgusto. ¡Y menudo disgusto!
Un novillo, cárdeno y bien bragado con el nombre de Madroñito II, de la ganadería de los Aleas, le metió el pitón por la entrepierna sacándoselo por el ombligo y causándole la muerte apenas traspasar la puerta de la enfermería.
Elisenda y Juan, apodado el Palmerano por ser el chico del barrio que más rápidamente trepaba a las palmeras para coger los dátiles, se criaron juntos en el barrio de Triana. De muy críos se juraron amor eterno y Juan le regalaba los dátiles más maduros. Ella no recordaba cuándo había decidido el muchacho ser torero; decía que desde que nació.
Juan era valiente y, como muchos maletillas, arriesgaba su vida toreando a la luz de la luna el ganado que pastaba en los descampados a la orilla del Guadalquivir. Cuando volvía, con algún que otro arañazo, Elisenda le curaba las heridas y le daba buñuelos con pasas y arroz con leche que le aliviaban el dolor de los revolcones; él se embriagaba con sus besos y le hablaba de un mañana en un inmenso cortijo con su ganado y sus caballos. Ella le escuchaba incrédula y en sus ojos se atisbaba un futuro doloroso.
Las tardes de Feria, Juan se calaba su mejor sombrero y la llevaba a la Maestranza; Pepe el de la Cigarrerra, mozo de toriles, les sentaba al lado de la puerta de arrastre y la pareja de críos se quedaba extasiada viendo las faenas de Paula o de Curro Romero. Juan llevaba tanto la fiesta en la sangre que hasta lloraba cuando veía pasar el cadáver del morlaco y su mirada se perdía detrás del reguero de sangre del animal. Era el momento en el que Elisenda sacaba de un floreado y colorido pañuelo que Juan le había regalado por su cumpleaños, unos bizcochos de puré de garbanzos endulzados con mucho azúcar y perfumados con canela; la muchacha los rebozaba en huevo batido, los freía en aceite y los espolvoreaba con azúcar molido. El aceite dulzón rezumaba de los labios de Juan y Elisenda lo sorbía con cálidos y tiernos besos.
Como su madre era granadina, Elisenda aprendió a cocinar la olla de San Antón que, con la pringá, era uno de los platos que más le gustaban al muchacho. La víspera del fatídico día, Juan no quiso ir a comer a casa de la muchacha. Se le veía raro, ausente; ella había tenido un mal sueño en el que un toro entraba en su casa y se ensañaba con el puchero que contenía el plato nacional granadino. La plaza se llenó hasta la bandera y los críticos auguraban una buena tarde; veían en Juan el Palmerano el renacer de la fiesta. Las gargantas de la plaza se quebraron al unísono.
Madroñito II levantó al novillero como si fuera una pluma y lo volteó en el aire como un muñeco de trapo. A Elisenda se le partió el corazón y el pañuelo floreado y colorido lloró bizcochos de puré dulce de garbanzos. Nunca más volvería la muchacha a sorber el aceite dulzón de los labios del torero.