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El otoño huele a castaña

Octubre avanza sin prisa, pero sin pausa. Las temperaturas, caprichosas todavía, juegan a disfrazarse de verano, pero el cuerpo —sabio como siempre— comienza a percibir ese cambio sutil, casi imperceptible, que anuncia el inicio del otoño. Se respira de otra manera. El aire, más denso y sosegado, acaricia la piel con una ternura distinta. Los días se acortan, la luz se vuelve dorada, y los árboles, en un gesto de melancólica elegancia, empiezan a despojarse de su verde para vestirse de tonos ocres, rojizos y amarillos.

Y entonces, entre el rumor de las hojas y el aire que se enfría, llega ese aroma que todo lo transforma: el inconfundible olor a castañas asadas. Un olor que no solo pertenece al presente, sino también a la memoria. Porque el otoño, en Andalucía, tiene ese perfume antiguo que despierta recuerdos dormidos, imágenes que vuelven envueltas en humo y ternura.

En cualquier rincón andaluz, basta doblar una esquina para encontrar a los castañeros, guardianes de una tradición que desafía al tiempo. No importa si es en una plaza de Granada, una calle de Sevilla, una esquina de Córdoba o un paseo en Málaga. Siempre hay una figura paciente, rodeada de brasas y humo, con las manos curtidas por el fuego y el rostro iluminado por el resplandor del anafre. A su alrededor, la vida se detiene unos segundos. La gente se acerca, atraída por el calor, por la nostalgia, por ese rito sencillo que cada año nos devuelve a lo esencial.

Los castañeros son más que vendedores ambulantes. Son los últimos artesanos del fuego callejero. Con sus ollas perforadas, sus papeles de estraza y sus pregones entrañables —“¡A la rica castaña calentita, que se pelan solas!”— nos recuerdan que hay cosas que no necesitan cambiar. En su puesto se mezclan generaciones: niños que prueban por primera vez el sabor tostado de una castaña recién abierta, mayores que vuelven, por un instante, a la infancia.

Cada cartucho de castañas humeantes es una ceremonia pequeña, un refugio portátil contra el frío y la prisa. Las manos se calientan, los ojos se cruzan, las palabras sobran. En un mundo donde casi todo se ha vuelto digital y efímero, los castañeros siguen ofreciendo algo que no se descarga ni se comparte con un clic: el calor humano. Son una pausa en medio del ruido, una resistencia silenciosa contra la velocidad del tiempo.

En muchos pueblos y ciudades de Andalucía, el olor a castaña anuncia también la cercanía de “Tosantos” y del Día de los Difuntos. Es entonces cuando las plazas se llenan de flores, los mercados se visten de colores y los recuerdos se hacen presentes. No hace falta demasiada solemnidad: basta el humo dulce y melancólico de una castaña asándose para sentir que los que amamos siguen cerca, que la memoria tiene también su propio perfume.

Recuerdo, como tantos andaluces, aquellas tardes de infancia en las que bastaba una moneda para comprar un pequeño cartucho y abrigar las manos con su calor. Mi madre —siempre paciente, siempre sonriente— me llevaba de la mano a la esquina donde el castañero de cada año avivaba su fuego. Nos sentábamos en un banco a compartir el silencio, el humo y la ternura. Aquellas castañas sabían a hogar, a compañía, a una felicidad sencilla que no se vende en ninguna tienda. Y aunque el tiempo haya pasado, ese sabor sigue intacto: el otoño sabe a eso, a infancia, a amor sin palabras, a lo que nunca se pierde.

La tradición de asar castañas se mantienes desde hace siglos

 

La tradición de asar castañas tiene siglos de historia. Antaño, eran las protagonistas de ferias y celebraciones, de noches de San Miguel o de fiestas de Todos los Santos. En los pueblos de sierra, las familias se reunían alrededor del fuego, tostaban las castañas en grandes sartenes agujereadas y las acompañaban con vino nuevo o aguardiente. Era un modo de celebrar la cosecha, de dar la bienvenida al frío, de agradecer la abundancia del bosque. Hoy, aunque los tiempos sean otros, esa costumbre sigue viva, reinventada pero fiel a su espíritu.

Y es que la castaña no es solo un fruto. Es un símbolo de arraigo, de encuentro, de tiempo compartido. Es el hilo invisible que une generaciones y territorios. En cada esquina donde una llama calienta el aire, hay una historia que se repite y se renueva. Los castañeros —sin saberlo quizás— son cronistas del otoño, custodios de una memoria colectiva que se resiste a desaparecer.

Por eso merecen un homenaje sencillo, pero sentido. Porque gracias a ellos, el otoño sigue teniendo alma. Porque en un mundo que corre demasiado, ellos nos enseñan la belleza de lo que permanece, de lo que se hace con las manos, de lo que no necesita adornos para emocionar. En su fuego hay algo más que brasas: hay humanidad, paciencia y oficio.

Mientras haya una castaña asándose en una esquina, mientras una voz repita su pregón entre el humo y el rumor de la tarde, mientras los niños sigan esperando ese pequeño cartucho con ilusión, el otoño andaluz seguirá oliendo a infancia, a tradición, a hogar.

Y en ese olor, todos —da igual de dónde vengamos— volveremos a encontrarnos, una y otra vez, como si el tiempo no pasara. Porque el otoño huele a castaña, y en ese aroma se esconden todas las cosas sencillas que hacen grande la vida.


AUTOR DESTACADO

Pedro

La cocina para mi es producto bien tratado sin enmascarar sus sabores, cocina de verdad de antaño con un toque diferente

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