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Revisión y reflexión como pasos previos

Deconstruyendo el solomillo de ternera

Foto de solomillo con texto sobreimpreso (producción propia)

No puedo dejar nunca de sustraerme al origen de las cosas; y en este caso me estoy refiriendo al título de este post: “Deconstruyendo”, un término de la filosofía posmoderna, acuñado por el influyente pensador francés Jacques Derrida. Con gran audacia, Derrida desafió conceptos tradicionales, como la verdad absoluta, binomios muy establecidos como el habla o la escritura, e incluso palabras de andar por casa como el día y la noche. La deconstrucción derridiana se basa en que la estabilidad y la verdad de los conceptos es siempre provisional, y nunca inamovible. No es solo un método crítico, sino una manera de abrir nuevas posibilidades interpretativas, desafiando categorías de “principios absolutos”, que durante décadas o milenios no hemos osado cuestionar —metafóricamente es algo así como atreverse a abrir el cajón de la Sábana Santa de Turín, y ver qué nos encontramos—.

En este sentido, la deconstrucción es una propuesta para pensar de manera diferente, más valiente y creativa, que ha incluso impregnado otros campos del saber —como la arquitectura, la literatura o el arte—. Y yendo a disciplinas más cotidianas y “prosaicas” ha llegado hasta la cocina, cuyo pionero más reconocido ha sido Ferrán Adrià, quien ha desarrollado esta vanguardia de manera magistral —llevando la cocina como disciplina al “arte por el arte”—, mientras buscaba descomponer un plato en sus partes fundamentales para transformarlas en nuevas texturas, formas o presentaciones, sin que pierda su identidad original.

Pero es más que evidente que, para deconstruir (o deshacer, desmadejar, explosionar) hay que conocer aquello que se desea derribar. Y conocerlo a fondo. Podría argumentarse aquí, y así lo hago yo, que de la misma manera que Picasso no habría inventado el cubismo sin saber los rudimentos básicos de la pintura, Adrià no habría podido ser el genial creador que es sin dominar con los ojos cerrados los fundamentos más inamovibles de la cocina. Y es que, como decía el gran Bocuse, el padre de la nouvelle cousine, “hay que conocer las reglas clásicas para poder quebrantarlas”.

Por contraste, en mi aproximación, la deconstrucción se refiere y centra en los estadios previos: los procesos de revisión y reflexión que nos conduzcan a una posible “destrucción” o a una nueva “recreación” o “deconstrucción” (¡para quien a ello se atreva!).

De este modo, la deconstrucción culinaria comienza cuando nos acercamos a la receta como a un desafío teórico y práctico, que va desde el primer paso de un plato al resultado final —i.e. la lista de la compra, la elección del producto en el mercado y todas aquellas operaciones culinarias, incluida su estética, que conduzcan a un resultado más fiable. Es decir, objetamos y desafiamos todo lo que conforma la elaboración de un plato. Y es curioso que a menudo son los pasos iniciales los que determinan de manera más decisiva su resultado final. Por ejemplo, en cualquier receta que lleve alcachofas, la clave reside casi enteramente en el primer o segundo escalón: la forma de “tornearlas” o pelarlas, un detalle técnico que pocos recetarios contemplan como algo fundamental e imperioso. Y para finalizar, no debemos olvidar nunca, que a mayor conocimiento mejor deconstruiremos.

En resumidas cuentas, la deconstrucción resulta imposible sin reflexión y revisión y este es el mensaje más claro que deseo aquí transmitir.

La receta del pound cake de Rose Levy Beranbaum: Mi primera experiencia en deconstrucción

Sin embargo, tengo que reconocer que, en mi caso, esa mirada de cuestionamiento no siempre existió. Echando la vista atrás, vislumbro ahora que fue el famoso pound cake, o bizcocho “cuatro cuartos” de los años 50—a la sazón, una de mis primeras elaboraciones de bollería, con tan solo 10 años—el que despertó en mí una especie de epifanía, que estaría muy cerca de la deconstrucción (al menos en un plano más infantil), ya que, en mi descarada bisoñez, me atreví a cuestionar lo vigente y realizar sobre ellos cambios significativos. La siguiente anécdota confirma el éxito de mis “retuneados”. Mi madre estaba tan orgullosa de mi cake que cuando alguien le pedía la fórmula, solía decir: “Te mando a mi hija para que veas cómo lo hace”.

Muchos años después, cuando decidí incluirlo en Meriendas, mi sexta monografía, sentí de nuevo el vértigo por enfrentarme a una mítica y centenaria receta, rodeada de versiones y controversias desde el s. XVIII. Consciente de ello, acudí a la fuente más respetada: la legendaria repostera americana Rose Levy Beranbaum y su emblemático The Cake Bible (2021), porque se decía que “era una de sus recetas más logradas del perfect pound cake”. ¡Y no era propaganda!

Rose Beranbaum es famosa por muchas razones, pero, para mí, destacan dos: convierte las técnicas más complejas en instrucciones accesibles para dummies y, sobre todo, prueba científicamente cada receta hasta alcanzar la perfección, analizando minuciosamente y desarmando la fórmula seminal de este cake, sin dar nada por sentado. El suyo fue sin duda un genuino experimento de deconstrucción culinaria, para el que necesitó nada menos que 40 pruebas, hasta que consiguió ajustar los ingredientes y métodos, de tal manera que obtuvo “the ultimate cake”.

Con este ejemplo, llevado hasta la hipérbole, no pretendo sugerir que ese deba ser nuestro proceder habitual con cada receta. Sí quiero, en cambio, destacar lo valioso que resulta replantearnos de cuando en cuando preparaciones que parecen selladas a cal y canto".

Deconstruyendo el solomillo de ternera

[Admitiendo que no soy una experta deconstructivista, ni nada que se le parezca, me he atrevido a “vampirizar” alguna idea de este concepto posmoderno por excelencia, particularmente para facilitar que mis recetas sean más didácticas, científicas y creativas. Y en este caso, he puesto como modelo el imponente y majestuoso “solomillo de ternera”, un clásico donde los haya].

El título de este post, “Deconstruyendo el solomillo”, remite a mi firme creencia de que la diversidad interna de uno de los cortes más nobles y versátiles de la ternera se había mantenido en la penumbra. En general, la mirada “reduccionista” de la tradición del solomillo de ternera ha cristalizado en fórmulas repetitivas —el ubicuo “solomillo con patatas o verduras”— que opacan la riqueza propia de cada tramo de la pieza. Se ha venerado el solomillo, sí, pero casi siempre desde un afecto superficial, sin detenerse a desentrañar con rigor sus secretos: el tamaño preciso, la jugosidad que late en su interior, la proporción de grasa, el color que anuncia su frescura y las sutiles variaciones de los cortes que lo hacen único.

Empiezo por explayarme con los cortes del solomillo y su correcta forma de asarlos —a la plancha o parrilla— y, sobre todo, cómo sacar el mejor partido a cada una de sus partes más apreciadas, por su jugosidad y sabor. En sí, el solomillo es un músculo que, por su situación (bajo las vértebras lumbares, entre el lomo y las costillas) resulta siempre muy tierno. Además, es una carne magra, con muy poca grasa que se separa muy bien del músculo y resulta muy limpia y de estupenda presentación. La pieza completa suele pesar de dos a tres kilos y se prepara de mil maneras, pero hay que tener en cuenta que según el corte tendrá diferentes elaboraciones con apelativos ya clásicos a escala nacional e internacional. En general, el solomillo en cualquiera de sus variedades se hace asado en sartén o parrilla, pero tiene otras elaboraciones más sofisticadas, de las cuales la más vistosa da lugar al “solomillo Wellington” —una pieza de carne envuelta en una capa de hojaldre, a la que me referiré más adelante con un post exclusivo—. Y con reflexión, revisión (¿deconstrucción?), tal y como nos demuestra el maestro Adrià, nada nos impide experimentar hasta la extenuación. EL mensaje de este blog es, en definitiva, que la deconstrucción ha de ser imparable pero siempre basada en la revisión y reflexión.

Por el contrario, mi propuesta hoy es desmontar esa visión monolítica del solomillo, y “deconstruirlo”, para mostrar que cada corte —desde el imponente chateaubriand, los tiernos medallones o tournedós o la delicadeza extrema del filet mignon— exigen un tratamiento diferenciado: cocinar cada parte con la técnica y la guarnición que mejor le hagan justicia. Solo a través de esta “deconstrucción” puede emerger un verdadero universo de posibilidades técnicas y creativas, capaz de redefinir la enseñanza y la práctica de la cocina de esta magnífica pieza de carne.

Los cortes del solomillo


En este post os muestro una fotografía mía de los diferentes cortes del solomillo —marcando sus emblemáticos apelativos—, porque es esencial que conozcáis sus diferentes partes, para que lo trocéis bien, y las preparéis de la forma más adecuada. En realidad, la pieza entera del solomillo se usa para hacer cuatro tipos de filetes: (Foto propia, con texto sobreimpreso):

1) La parte superior o cabeza es la más gruesa y desigual y de ella salen filetes con alguna grasa e irregular presentación, a veces, incluso con un color más oscuro debido que a la sangre se acumula en este extremo superior, pero los bistecs que se consiguen no dejan de tener un estupendo sabor, aunque la apariencia no sea quizá tan vistosa y lucida como la de otras partes.

2) A continuación, tenéis el corazón o la parte central, de la que sale el filete más prestigioso: el “solomillo chateaubriand”, que suele tener de 3 a 7 centímetros de grosor y se suele hacer a la parrilla. El nombre se debe al aristócrata y literato francés Chateaubriand. En muchos libros de cocina sugieren que un buen chateaubriand no debe pesar menos de 500 gramos; en mi opinión, este grosor es una barbaridad propia de otras épocas, y suelo cortarlos entre 3 y 5 cm., utilizando un cordel para atarlos, porque la carne es tan tierna que con esos grosores se desparrama.

3) El siguiente trozo es la carne más idónea para los imponentes tournedós o medallones, de 1,5 a 3 cm. de grosor. Es quizá la parte más utilizada porque tiene un tamaño justo y sale un filete muy limpio, regular, con buen sabor y bonito color que contribuye a su atractiva presentación; yo no suelo quitarles un pequeño anexo lateral, con un poquitín de sebo (que no nervio) y que le da una especial jugosidad. De esta parte del solomillo sale el tournedó, filete grueso de forma cilíndrica y cuya receta totémica es “el tournedó Rossini”, que debe su nombre al genial músico Gioacchino Rossini.

4) Por último, la cola o punta es también una carne de excelente calidad, que se presta a la elaboración de filetes finos y más pequeños que se conocen como filet mignon (“filete miñón”), que pueden ir guarnecidos de numerosas salsas y, a diferencia de los trozos anteriores, se puede cortar también longitudinalmente, o en forma de libro para incluso rellenarlos. A mí, me parece que estos filetes, más pequeños y delgados, son estupendos para hacer milanesas —los famosos rebozados austríacos wiener schnitzels—.

5) El solomillo cuenta, además, con una parte lateral derecha que es una especia de pequeño cordón —también conocido como “el rosario del solomillo”— pegado al solomillo, un trozo gelatinoso y con algún nervio que aunque no es nada estético, es estupendo para segmentar en trocitos y preparar sabrosos ragouts o brochetas (no aparece en mi foto porque mi carnicero lo extrae antes de vender el solomillo).

Modo de asar el solomillo a la plancha

La base de la deconstrucción y experimentación es sin duda, como he apuntado arriba, el conocimiento. Por ello, me parece esencial ofrecer unos consejos básicos de cómo asar la carne a la plancha o a la parrilla, porque si el filete no está en su justo punto, esta receta se puede convertir en un verdadero fiasco.

1. Limpiáis los filetes de pellejos, nervios, y una telilla que a veces presenta en la parte superior, y retiráis si lo tuviera el “cordón o rosario”, pero mantenéis una fina parte gelatinosa de los laterales de la izquierda, que, como acabo de mencionar, se aprecia ligeramente en los medallones —no es el cordón, sino la parte izquierda—para que sobre todo el tournedó no pierda su forma y jugosidad. A continuación, secáis bien los trozos con papel de cocina, para untarles, con un pincel, ligeramente de aceite, pero no echéis sal todavía; con este procedimiento conseguiréis que el solomillo se quede bien napado y no expulse líquido y pierda jugosidad. En general, a mí me gustan los filetes de 3 a 5 cm. de grosor.

2. Agregáis una cucharada de aceite a la sartén o parrilla, aunque ya lo habéis untado de antemano, y lo salteáis a una temperatura muy caliente (esto es importantísimo para que la carne se selle bien y no se reseque). Cuando los tengáis en la sartén o plancha, no debéis ni tocarlos ni manipularlos con ningún tenedor o cuchara, porque eso es fatal para la carne; y pasado un minuto les dais la vuelta (yo los dejo menos de un minuto por cada lado porque no me gustan casi crudos). La sal la agregáis cuando estéis a punto de retirarlos de la sartén. Deben estar dorados, pero casi crudos por dentro y muy jugosos, para al servirlos mostrar una carne muy jugosa y poco pasada (o casi cruda) por dentro.

Guarniciones y salsas para acompañar el solomillo

Las guarniciones que acompañan al solomillo a la plancha pueden ser simples o compuestas, y su función en gastronomía es otorgar al solomillo un valor añadido de vistosidad, al mismo tiempo que mejorar su sabor, presentación e incluso su valor nutricional. Existen guarniciones simples, es decir, de un solo elemento y en este sentido no creo que haya mejor acompañante para la carne a la plancha que unas patatas fritas, hervidas, asadas, etc. o un arroz blanco, que siempre es otra buena opción.

Las compuestas constan de varios aderezos a la vez, pero siempre se debe cuidar de que forme una combinación perfecta: ninguno de los sabores debe ensombrecer al otro, muy al contrario, debe potenciar e incluso ayudar a mejorar la presentación de la carne como materia prima principal del plato; en otras palabras, cuidaremos de que formen una combinación armónica, es decir, ninguno de los sabores debe opacar al otro, muy al contrario. No creo que haya una opción más completa y lucida que la guarnición del “tournedó Rossini”, que se elabora con dos productos regios de la cocina que, sin duda, se hicieron famosos gracias a la fascinación que el compositor italiano mostró por ambos: la trufa y el foie.

Sin embargo, siendo muy práctica, un buen bistec de solomillo sólo necesita unas patatas fritas o “a la pobre” y quizá un pimiento asado para combinarlo; pero si pretendemos engalanarlo para un día especial, podéis echar un vistazo a todas las guarniciones de mi libro, Recetas para la Navidad y otras Fiestas (Amazon ediciones.).

En cuanto a las salsas, existen dos salsas paradigmáticas para acompañar el solomillo: “la salsa holandesa”, una receta verdaderamente espectacular, que os recomiendo encarecidamente si tenéis alguna celebración importante —que se usa en otras muchas preparaciones—. En mi caso la elaboro basándome en la receta primigenia de su inventor Marie-Antoine Carême, “el rey de los cocineros y el cocinero de los reyes”; y por otra parte, también me inspiro en la receta de Julia Child, esa magnífica cocinera anglo francesa. Esta salsa es una de las grandes emulsiones de la cocina francesa, semejante a la mayonesa pero en este caso elaborada con mantequilla. A decir verdad, cuando veo tantos cocineros que se jactan de sus creaciones artísticas y, sin embargo, no son capaces de preparar una holandesa, y todavía peor no han oído ni siquiera hablar de ella, siempre pongo en duda su maestría.

La segunda es la bearnesa que tradicionalmente es parte del “chateaubriand”, y ciertamente engrandece, si cabe, todavía más este plato. Fue inventada por Antoine Collinet, y el chef la llamó bearnesa (béarnaise), como reconocimiento a la región de donde procedía, Béarn. Y fue Montmireil, el cocinero del vizconde de Châteaubriand, que tuvo la idea de colocar la salsa sobre este maravilloso filete y así surgió el “solomillo chateaubriand con salsa bearnesa” que se creó para Napoleón Bonaparte.

La bearnesa es descendiente directa de la holandesa y su única diferencia está en sus aromatizantes (principalmente el estragón). Tiene fama de entrañar la misma dificultad que la holandesa. La béarnaise lleva la yema de huevo, una cebolla, un poco de estragón, vinagre y mantequilla, pero se dice que la práctica que se necesita para obtener un resultado perfecto. Y yo añadiría que el primer error en la elaboración de esta salsa se produce por el exceso de calor y por la incorporación demasiado rápida de la mantequilla.

En cuanto a la supuesta dificultad de estas salsas, yo difiero totalmente. Si replicáis mis recetas al pie de la letra, llegaréis a la conclusión de que la mística que se ha generado en torno a ellas, es pura leyenda urbana. Y ambas son además susceptibles de elaborarse con la minipimer, aunque yo disfruto preparándolas manualmente. El truco es: “Practice, Practice, Practice”.

La ideología del solomillo

Para finalizar, y cambiando algo de tercio, no quiero dejar de referirme a la “ideología” como un universal que impregna todos los ámbitos del saber, incluso aquellos que parecen más triviales, como el acto de comer un filete de solomillo. He dejado este apartado para el final, porque pertenece a un campo semántico distinto: la igualdad social y económica. El solomillo es un plato costoso y festivo, poco adecuado —por desgracia— para el contexto histórico en el que vivimos.

Quiero contaros una anécdota personal vinculada con la gran crisis económica del 2008, que refleja lo difícil que es, a veces, acallar la conciencia. Después de muchos años preparando solomillo para ocasiones especiales, nunca he conseguido superar el “regomello” que me provoca la desigualdad que este manjar simboliza, por muchas justificaciones que haya intentado construirme. Y con aquella crisis, este sentimiento de culpa se agudizó.

Quizá mi mala conciencia se remonta a mis años universitarios, cuando era una jovencita imbuida del “espíritu del mayo del 68”. Entonces creíamos que podíamos cambiar el mundo: democracia, libertad, solidaridad, tolerancia, compasión... eran los ideales que nos movían. Recuerdo con nostalgia aquella metáfora tan de moda: “buscar la arena bajo los adoquines”, es decir, hallar magníficas playas bajo una civilización caduca y anacrónica. Con el tiempo descubrí, tristemente, que bajo los adoquines no estaban “las playas prometidas”. Tal vez fue entonces cuando empecé a forjar una ideología más modesta y realista: aunque cambiar el mundo a gran escala resultara casi imposible, siempre quedaba la opción de actuar a pequeña escala, de salvar y cuidar a las personas de forma individual.

En este sentido, es innegable que el solomillo está vetado a la mayoría de los habitantes del planeta, junto con tantas otras cosas de las que apenas somos conscientes. A esta reflexión suelo responderme a mí misma que, en realidad, yo como solomillo muy de vez en cuando, y siempre compartiéndolo con familia o amigos, para celebrar momentos significativos de la vida.

Mi madre, mujer práctica donde las hubiera, solía justificar el solomillo de otra manera. Decía que, al fin y al cabo, el solomillo era más barato que los miles de “zarapalladas” que la gente compra sin necesidad. Para ella, lo que se pagaba en un solomillo no era tanto la estupenda carne como la seguridad de un éxito asegurado: un buen filete de solomillo con patatas nunca fallaba. En el fondo, lo que se compraba era eso: seguridad y, no menos importante, ahorro de tiempo.

Quizá también se podría argumentar que detrás de un plato de solomillo hay un gesto de compartir y disfrutar: una celebración de cuidarnos unos a otros y recordar que cada acto de felicidad cuenta. En este sentido no puedo olvidar la metáfora tan bien representada por la película El Festin de Babette, en donde los miembros de una comunidad calvinista e intolerante, después de haber disfrutado los exquisitos manjares preparados por Babette, una cocinera francesa, consiguen trasformar la rigidez puritana en un clima de cordialidad y camaradería.

N.B. Si queréis conocer el tema del solomillo más a fondo, modestamente os recomendaría que os hagáis con mi libro electrónico RECETAS PARA LA NAVIDAD Y OTRAS FIESTAS publicado por Amazon Ediciones —de precio muy económico, 9.46 EU para más de 500 páginas—. En esta monografía encontraréis las elaboraciones completas, junto a una gran variedad de recetas de solomillos, sus guarniciones y sus salsas, y especialmente interesante son las imágenes de los diferentes cortes del solomillo

 


AUTOR DESTACADO

Pedro

La cocina para mi es producto bien tratado sin enmascarar sus sabores, cocina de verdad de antaño con un toque diferente

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