Cuando el coche estaba a punto de arrancar, apareció un señor grande y fornido, con gafas gruesas de montura negra, que hacía ostentosas señales para atraer la atención de la persona que había alquilado el taxi. Era Álvaro Cunqueiro, que iba a coger un billete para Lugo y al ver a su amigo, o más bien conocido, en un inesperado taxi, decidió que lo íbamos a llevar. Nuestra ruta era por Guitiriz, que era más una ruta más conveniente, pero la labia de este señor sobre las ventajas de ir vía Lugo cambió nuestra opción inicial, y finalmente tomamos la carretera de Lugo, que era angosta y estaba en mal estado, pero a su favor tengo que reconocer que íbamos a atravesar la auténtica y profunda Galicia enxebre lucense, llena de frondosos bosques, iglesitas y riachuelos encantadores.
Desde que llegó D. Álvaro no paró de hablar; yo iba sentada en la parte de atrás con él, y la conversación se inició con algo parecido a este diálogo:
AC: ¿Y tú de dónde eres?
Yo: De Ribadeo.
AC: Buen salmón y colineta.
Yo: Sí.
AC: ¿Y de quién eres?
Yo: Soy hija de L...
AC: ¿De L...ña? ¿No me digas que eres hija de...? ¡Qué guapa era tu madre! Una belleza de las que ya no hay. Simpática y dispuesta como nadie. ¡Y cómo cantaba aquellas alboradas! (era cierto, mi madre cantaba como nadie las alboradas, pero a mi padre le gustaba más aquel tango que se llamaba “Xira” y tenía una letra muy triste: “Aunque te quiebre la vida, aunque te muerda un dolor, no esperes nunca una ayuda, ni una mano, ni un favor”).
Tu madre te fue “Belleza de la Toja”. Nosotros nos conocemos desde niños porque ella es de Lorenzana y yo de Mondoñedo. Yo iba con frecuencia a la casa de un familiar de tu madre. (El familiar era Francisco Fernández de Riego, pariente político de mi madre, con quien Cunqueiro compartía amistad y afinidades literarias, y este pariente lejano fue más tarde Presidente de la Real Academia Gallega).
Yo: Sí, iba con unos tíos a tomar las aguas a la Toja (ahora pienso que mi madre iba a la Toja, como las jovencitas de Jane Austen iban a Bath: a todo menos a tomar las aguas).
AC: Se casó muy joven.
Yo: Con 18 años.
AC: ¡No hay derecho, vienen esos bribones con las oposiciones sacadas y se llevan lo mejor del mercado!
Yo: (Yo callaba, "bribón" era el último adjetivo que encajaba con la personalidad de mi padre).
AC: No te pareces mucho a ella (claramente quería decir que no era guapa como mi madre).
Yo: No.
AC: Te pareces más a tu padre, porque tu madre era muy blanquita, con un cutis de porcelana y una trenza... Guapísima, guapísima (efectivamente yo era morena y algo renegrida). ¡Qué lástima...!
Y así siguió hablando de todo lo divino y lo humano, con un gracejo y fluidez verbal extraordinaria, enlazando un tema con otro, hasta que salió su amor por la cocina, y las correrías de aquellos días por Santiago, comiendo en miles de sitios, todo de gratis. Como además en Galicia y por Carnavales se celebraban las bodas de Camacho, no me resultó extraño:"¡Qué cañas, qué filloas, qué orellas, qué lacón con grelos, qué empanada de lamprea, todo, neniña, placer de dioses!”. Se dirigía a mí con tanta deferencia y cordialidad que yo, que era muy tímida, me sentí enseguida como si lo hubiera conocido de toda la vida.
Y salió a relucir el restaurante Victoria, donde mis padres, me llevaban siempre a comer y, por fin, pude meter baza, y declarar que sus vieras eran inmejorables; al final terminamos, más bien terminó, hablando de la tarta de Santiago y contando que Valle-Inclán la comía en este restaurante, porque sin duda era donde se hacía la mejor "santiaguiña". Sin embargo, manifestó que no tenía parangón con "la colineta" que hacía mi madre (tarta también de almendra que hacía como nadie, claro que con una señora al lado que batía y batía...), y entonces se acordó de la casa de mi bisabuela, que, según él, era una de las casas donde mejor se comía de Galicia: "Chica, todo sin trampa ni cartón…pura artesanía”. ¡Qué empanadas, de esas que ya no encuentras en ninguna parte”. A todo esto, aderezaba su incansable y disparatado discurso (por lo menos, a mí me lo parecía) con la urgencia de la columna que tenía que entregar aquella misma tarde para su periódico, y no tenía ni idea de lo que iba a escribir. Con tantas trouladas (juergas), que contó sobre su estancia en Santiago, yo le sugerí discretamente que podía contar alguna de aquellas cosas, pero me replicó: "¡Pero, filliña, si eso ya lo he contado mis veces!".
Con toda la prisa que se suponía que tenía por llegar, obligaba al chófer a parar cada diez kilómetros o menos: en un sitio tomábamos café, en otro recogía unos chorizos caseros, en otro saludaba a alguien y venía con otro paquete que olía que consolaba, en otro había que probar un orujo que era de primera, sin olvidar hacerse con un queso que se "desparramaba" y que en febrero estaba en su justo punto para tomar con el membrillo casero. Al fin, y como los kilómetros gallegos son mucho más largos que los de otras partes de España, asomó la muralla de Lugo, y yo quedé aliviada, pensando que ya podría dedicarse a escribir su columna.
Nos despedimos, por supuesto, diciéndome que no me olvidara de darle un gran abrazo a mi madre de su parte. Ya era casi de noche y faltaba la mitad del camino; cerré los ojos y me quedé dormida y empecé a soñar con las lampreas, los freixós, las orellas, las mimosas, y con Cunqueiro en el Carnaval de mi pueblo diciendo: “¡Te conozco mascarita!”. De inmediato, y ya en tierra asturiana, me despertó el olor a mar y me di cuenta de que ya se divisaba la ría de Ribadeo y la luz de la luna iluminaba la Torre de los Morenos, mi casa.
Al día siguiente le conté a mis padres lo ocurrido en el viaje y mi madre reaccionó con una de sus sentencias: "Genio y figura hasta la sepultura… Desde luego, bien faladiño sí que es...". Cuando mi padre murió, vino a darle el pésame a mi madre y le preguntó: " L...ña, tú y yo fuimos novios, ¿verdad?". A lo que mi madre, que no se cortaba un pelo, le contestó: "¡Ay, no, Alvariño, yo nunca te quise".
De aquel viaje casual me llevé la impresión imborrable de que Cunqueiro era un personaje muy afable y un estupendo conversador, un contador de historias, que pasaba de una a otra sin solución de continuidad. Y desde ese inefable día pasó de ser de un nombre lejano a una presencia vida.
Don Álvaro y Mondoñedo
Don Álvaro vino al mundo en Mondoñedo, un ilustre y entrañable pueblo gallego, que guarda en sus piedras el alma de siglos, con sus calles adoquinadas, que se estrechan entre palacios señoriales y casas de recia piedra berroqueña, donde late la memoria de una historia grande y silenciosa. En el siglo XII, debido a las invasiones normandas por mar, la reina doña Berenguela decidió trasladar el obispado de San Martín de Mondoñedo (Villaronte) —la primera catedral española, una joya prerrománica de una belleza purísima, en la que yo misma un día pronuncié mis votos matrimoniales— al pueblo de Mondoñedo, donde en pleno medievo se comenzó a erigir una catedral, llamada “arrodillada”, por su humilde estatura, aunque inmensa en simbolismo. Desde entonces, Mondoñedo floreció como centro episcopal, bajo esa lluvia miudiña que nunca cesa y que lo envuelve todo en un murmullo íntimo, solo interrumpido por los repiques de campanas. Campanas que marcaban nacimientos, muertes, fiestas, incendios… y que, según recordaba el propio escritor, celebraron con alegría su venida al mundo, que fue el último alumbramiento saludado por aquel tintinear festivo.
No me detendré en la vida en Mondoñedo de Cunqueiro, no por falta de interés, sino por las limitaciones de espacio. Como ya he señalado tras aquel viaje casual, más allá de su ingenio chispeante, se revelaba un hombre empático, de ambiciones discretas en apariencia, aunque con una hondura y una libertad interior imposibles de condensar en unas pocas líneas. Es bien sabido que su existencia, al igual que la de sus personajes, se asomó más de una vez al abismo. Y, como en su obra dramática O incerto Don Hamlet, buscó siempre ese frágil equilibrio entre lo soñado y lo vivido. Al final, pareció reconciliarse con la lluvia fina y persistente de su tierra, aprendiendo a contemplar la vida tras los visillos entreabiertos de las ventanas mindonienses.
Mondoñedo, con su aire antiguo y melancólico, fue para Cunqueiro lo que el pueblo de Haworth fue para las hermanas Brontë: un refugio, una raíz, una fuente inagotable de inspiración. Y es que en esas piedras enmohecidas, bajo la música de fondo de campanas que suenan como latidos de bronce, se quedó atrapada para siempre la esencia de don Álvaro: mitad hombre, mitad leyenda, pero sobre todo, hijo eterno de su tierra.
La inspiración de Álvaro Cunqueiro en mi escritura culinaria
Pasaron muchos años, y tras la huella de más quince años dedicada de pleno a la cocina y a la escritura de mis seis libros —bajo el título de La Cocina como Terapia—, no pude menos que recordar mis recetarios, salpicados de experiencias, leyendas y anécdotas de mi mundo gastronómico, y entonces sentí la necesidad de mirar atrás y preguntarme:
¿Cuáles habían sido las voces que habían marcado mi camino culinario? Con ayuda de la lingüística de corpus, analicé las más de 3.000 páginas que componen mi obra. Y allí estaba Él, inesperado y a la vez inevitable: Álvaro Cunqueiro. Su nombre, sus palabras, su espíritu, eran las referencias más citadas, las más presentes, las que me acompañaban, como un eco constante en cada una de mis monografías, como si desde el día que compartí con él aquel taxi, en aquel Carnaval lejano, hubiera seguido guiando silenciosamente mis pasos.
Ante aquella revelación me preguntaba: ¿Qué vínculo podría existir entre mi escritura y la de Cunqueiro? El escritor no fue solo periodista, dramaturgo y novelista; sino maestro de la palabra gastronómica, capaz de dejar tras de sí una obra de una riqueza extraordinaria, íntimamente entrelazada con Galicia, con sus mesas, sus sabores y su memoria culinaria. Desde siempre había vivido con pasión la cocina gallega, y esa pasión late, vibrante, en cada página de su legado. No es casual que La cocina cristiana de Occidente, su obra gastronómica más más conocida, se considere hoy un libro de referencia; escrito con un amor profundo e inquebrantable hacia la cultura de su tierra, con esa ternura que convierte una receta en historia compartida y un plato en recuerdo inmemorial.
Voy a tratar de desvelar de qué forma entiendo que ha influido la concepción gastronómica del escritor en la mía propia. En el análisis del corpus que realicé a mi obra escrita, la primera referencia que hallé, en El Prólogo de Repostería Clásica —mi primer volumen— fue una alusión a la visión que Cunqueiro tenía sobre la cocina. Cito literalmente:
En más de una ocasión, este conocedor y amante de la cocina de dentro y fuera de su país gallego ha confesado que “para comer bien hay que añadirle a la comida una pizca de literatura y fantasía (y hacerlo, además, inteligentemente)”.
Reflexionando sobre la relación entre mi escritura y la de Cunqueiro, aparte de admirar su maestría en la palabra gastronómica y su pasión por la cocina gallega, percibí que combinaba el amor por la tierra, la cultura y la memoria culinaria tan magistralmente que convertía las recetas en relatos y los sabores en recuerdos inmemoriales.
No es difícil descifrar que su escritura gastronómica tiene mucho que ver con elementos extraculinarios como: anécdotas, fábulas, historias, leyendas y reflexiones personales o historias de vida. E incluso más tarde añadió otra razón de peso: cuando añadimos literatura al discurso gastronómico, estamos también despertando el interés del lector hacia las recetas. Quizás porque en Galicia la comida está muy ligada a la cultura, a la geografía, a la meteorología, al carácter de la gente y a la suculencia de la comida.
Esta visión cunqueriana no dista mucho de la mía, en tanto en cuanto trasciende lo meramente alimenticio para convertirse en un vehículo de memoria, cultura y emoción. Mis textos también se acompañan de literatura: anécdotas, fábulas, leyendas, reflexiones personales e historias. Incluso, cada vez incorporo más miradas provenientes de otras disciplinas —antropología, psicología, arte, alquimia, etc.—que enriquecen y amplían la experiencia de la coquinaria —neologismo acuñado por él para la cocina—. Esta visión mía bebe sin duda del ideario gastronómico de Cunqueiro.
Existe también otro hilo conductor en la obra de Cunqueiro: la idea del recuerdo, siempre unida a la nostalgia, que impregna sobremanera mis libros. Los personajes cunquerianos miran con frecuencia hacia el pasado, hacia las tradiciones familiares y culturales que los sostienen, como si en esos recuerdos se escondiera una verdad más profunda.
Con ese mismo sentimiento, mis recetarios son, en realidad, no solo libros de cocina, sino el viaje de la propia autora “en busca del tiempo perdido de su aprendizaje culinario", que heredó de un patrimonio familiar muy rico, establecido en la ancestral Goleta, la casa de su bisabuela. Incidentalmente este viaje proustiano y emocional me ha permitido rescatar una parte de mi pasado que creía perdida y me ha servido como auténtica terapia para combatir la añoranza de mi tierra. Volver, aunque sea solo con la imaginación, a aquel mundo de olores, voces y sabores del arcano de mi infancia me ayudó, casi sin darme cuenta, a reconciliarme con mi edad madura, como si cada recuerdo encendido me devolviera una nueva chispa de ilusión.
En definitiva, la influencia de Cunqueiro se refleja en mi enfoque de que la cocina no es solo “comida de la buena” sino, amor, pasión, cultura y, al mismo tiempo, un relato sobre la vida misma.
El plano dual de la escritura de Cunqueiro
El género culinario se caracteriza por ser factual y objetivo, y dista mucho de la escritura expresiva o simbólica de otros géneros (por ej. el literario). Sin embargo, en D. Álvaro se funden ambas dimensiones: la real e informativa y la simbólica o imaginaria, y ambas engrandecen estilísticamente su discurso. Y, paradójicamente, lo hace mediante el uso de las figuras retóricas del mundo clásico (metáforas, eufemismos, símiles, prosopopeyas, sinécdoques, hipérboles, alegorías, etc.).
Para poner algún ejemplo de las muchas prosopopeyas que abundan en su escritura, — i.e. prosopopeya es atribuir cualidades humanas a animales o seres inanimados—: “el bacalao es el pescado católico por excelencia”; “el bogavante, caballero de la Tabla Redonda es el acorazado gallego que entra azul prusia a cocer a la olla y sale bermejo”; “el pulpo llegó a manos de los cistercienses, [y] como tenía un aspecto tan inmundo y hasta demoníaco, los monjes quisieron sacralizarlo y lo asustaron tres veces, y éste fue su bautismo al mundo cristiano”; “el salmón es un viajero intrépido, que recorre miles de kilómetros y afronta innumerables peligros y misterios, para finalmente volver con los suyos, a cumplir con su especie y afrontar su trágico final”; y “algo tiene el besugo para que el autor del himno gallego le haya dedicado su Oda al Besugo.
Y de la misma manera aplica antropomorfismos a objetos inanimados: “la mayonesa es una salsa católica donde las haya, que incluso recibió indulgencia de los arzobispos de Tolosa; y… no se malgasta en guerras menores, sino que se bate sólo con sus iguales: la langosta, el mero, el salmón y el corzo”; mientras que “la bechamel es una salsa honesta, prudente, mansa y paciente... y como segundona de la mayonesa y de casa grande, parece que sabe latín"… y “la elegante holandesa, que temen hasta los más duchos cocineros, se corta con sólo admirar su feliz resultado; [y] es salsa de insurrectos tristes, y de insurrectos calvinistas".
En otros casos, recurre a hipérboles o exageraciones flagrantes: Cunqueiro “achaca el enamoramiento de Lancelote por la reina Ginebra al obsequio de una empanada de pichón que la misma reina elaboró para uno de aquellos pantagruélicos banquetes arturianos”. Asimismo, la descripción de Irlanda y Escocia está también llena de fantásticas personificaciones: "La tierra de los celtas, las hadas, los enanos que guardan tesoros, los santos que predican a los pájaros y a los peces, las hierbas que dan la melancolía, las nieblas que ocultan las procesiones de difuntos y los vagabundeos de los fantasmas”.
Sin olvidar las alegorías, convertidas en bandas sonoras como “el tintinear de las campanas de la catedral”, “el canto de los mirlos” y “las voces madrugadoras de las lecheras”.
Y así podríamos citar recursos retóricos cunquerianos ad infinitum, pero no hay espacio en este post para mucho más.
Este imaginario, que tanto me fascina, tiene como propósito no solo enriquecer el lenguaje de la coquinaria, sino también elevarlo a la categoría de género literario. En sus textos conviven dos dimensiones que se retroalimentan: la magia de crear mundos fantásticos y la precisión casi artesanal con que retrata la vida cotidiana de Galicia y su cocina. Incluso se atreve a delimitar la Bretaña histórica a través de una preparación culinaria: “lo que en Galicia llamamos filloas, en la Bretaña francesa se conoce como crêpes y en Gales y Escocia recibe el nombre de pancakes”.
Y, desde este modesto post de cocina, quiero rendirle HOMENAJE a mi paisano gallego, como el pionero gastrónomo que inaugura “un nuevo discurso o, mejor, un género culinario nuevo” —hasta entonces desconocido—: la fusión de la prosa informativa y prosaica con la imaginaria o fantástica y, por ende, transformar la coquinaria en una joya irrepetible, capaz de fascinar y conmover a generaciones enteras de lectores.
¡NUNCA SE PODRÁ DECIR QUE CUNQUEIRO NO TENÍA LA IMAGINACIÓN PROPIA DEL GRAN NARRADOR DEL REALISMO MÁGICO QUE FUE!