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Polvorilla



Era puta, honrada, caritativa y expósita. A Polvorilla la habían criado unas monjas a las que ella les agradecía únicamente el que le enseñaran a cocinar. La Sara, una andaluza salada y de gran cuerpo, se la había traído a Vigo en época floreciente e hizo de ella el capricho de todos los capitanes de pesqueros que volvían con dinero fresco. Tenía un cuerpo menudo pero bien proporcionado: pechos que cabían en una mano, piernas perfectas y manos largas y finas.
Su honradez llegaba hasta tal punto que era capaz de no cobrar sus servicios si su pareja no llegaba al desahogo e incluso a aquellos que padecían de precocidad y se iban enseguida, les recomendaba a un doctor amigo suyo, experto en tales menesteres. Lo de la caridad siempre se lo había reprochado la Sara: que si unas pesetillas para las Hermanitas de la Caridad, que si unos duritos para los huérfanos del Cuerpo de Carabineros y así, entre donativo y donativo, se le iban la mitad de las ganancias.
Lo único que se sabía de ella era que había nacido en Madrid y que, además de hacer bien su trabajo, tenía mano de santo para la cocina. A los mozos que la trataban con delicadeza en su trabajo, les cocinaba maravillas. Recordaba un capitán de bacaladero, que llegó a amarla en secreto, que tras una intensa y apasionada noche le cocinó un cocidito madrileño que la chica había aprendido de la palanganera de un sórdido prostíbulo de la madrileña calle de La Ballesta, en donde, de niña, le había entregado su inocencia a un viajante de telas de Sabadell. A otro, un vendedor de navajas de Albacete, amante potente y recio, le reanimaba al alba con unas reconfortantes sopas de ajo que le enseñó la hermana tornera y a un estudiante de Teología de la Universidad de Santiago le endulzaba sus remordimientos con unas torrijas de San Isidro.
De los amores con un guapo teniente del Tercio- a Polvorilla siempre le habían chiflado los uniformes -nació un mozuelo que anda por esos mundos de Dios en asuntos no muy limpios. El apuesto militar le había prometido a la muchacha llevarla a París y subirla a la Torre Eiffel en su próximo permiso, pero tras un par de intensas noches de dulzuras y jadeos, el guerrero no volvió a dar señales de vida.
Al final Polvorilla murió tuberculosa y sola; pero aún hay quien la recuerda. A ella y a sus guisos.


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Albert

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