Como reitero a lo largo de mis seis libros —la colección La Cocina como Terapia—, “las recetas baratas”, a las que también me refiero metafóricamente como “recetas para tiempos de crisis o de guerra”, han ocupado siempre un lugar prominente en mi gastronomía, por lo que me asombra el escaso eco que, en estos tiempos, está teniendo la alarmante carestía de los alimentos y la increíble subida del IPC en general.
Sinceramente, siempre he considerado que la cocina es una pieza esencial de nuestra existencia, no un mero adorno ni algo superfluo. No olvidemos que, como promedio a lo largo de una vida, un ser humano, come alrededor de unas 60.000 veces.
En realidad, hoy resulta casi una hazaña gestionar un menú saludable en medio del vertiginoso encarecimiento de los alimentos. Lo que antes era un ejercicio de ingenio doméstico —planificar comidas sanas, sabrosas y variadas con un presupuesto ajustado— hoy se ha convertido en una empresa casi imposible, una batalla diaria contra los precios que se disparan sin piedad. Siempre he creído que la capacidad de alimentarnos con equilibrio, imaginación y ternura era una forma de inteligencia práctica y emocional; pero en estos momentos, incluso el talento más lúcido se ve derrotado ante la realidad del mercado.
La célebre frase de Darwin —“no son los más fuertes ni los más inteligentes los que sobreviven, sino aquellos que saben adaptarse”— suena hoy como una cruel ironía. Porque ¿cómo adaptarse cuando los recursos se desvanecen? ¿Cómo sobrevivir cuando la carne, los huevos, la fruta o el aceite se han vuelto artículos de lujo? Ante este panorama, la economía doméstica deja de ser una virtud y se transforma en una lucha silenciosa y desgarradora por la mera supervivencia, una guerra cotidiana librada con cucharas, ollas y resignación.
La ecología y la pobreza en la cocina española: tradición e ingenio
Al buen uso de los alimentos —el reciclaje, el empleo de productos de temporada y las técnicas culinarias eficaces— se suma, en esta etapa posmoderna, una nueva tendencia: la ecología en la cocina. Aunque, en la práctica, aún no se ha desarrollado una técnica ecológica plenamente consolidada, esta corriente ha despertado un interés creciente y abre un vasto campo de investigación y acción de notable relevancia.
La ecología en la cocina busca armonizar la gastronomía con el respeto al medio ambiente, promoviendo un consumo más consciente y responsable. Implica aprovechar al máximo los alimentos, reducir el desperdicio, reutilizar las sobras y rescatar aquellas partes que la costumbre ha relegado al olvido, prácticas que en conjunto pueden considerarse un auténtico reciclaje culinario. Además, fomenta el uso de productos locales y de temporada, lo que fortalece la economía regional y disminuye la huella de carbono asociada al transporte de los alimentos.
En el plano social esta práctica promueve una cultura culinaria más solidaria y sostenible, donde la cocina se transforma en un espacio de educación y transmisión de valores: respeto por los recursos naturales, gratitud hacia el trabajo agrícola y reconocimiento del valor de una alimentación equilibrada. Desde una perspectiva económica, la ecología en la cocina ofrece ventajas palpables, tanto para los hogares como para el sector gastronómico, al favorecer la optimización de recursos, el ahorro y la equidad.
Sin embargo, conviene recordar que esta “nueva forma” de entender la cocina no es, en realidad, tan nueva. Tiene raíces hondas en nuestra propia tradición histórica. La pobreza y la escasez fueron, durante siglos, las verdaderas maestras de la creatividad culinaria. España, país acostumbrado a la penuria y al ingenio, supo convertir la necesidad en virtud, y de esas mesas humildes nacieron los platos más sabios, los más sostenibles y, quizá, los más humanos.
Basta recordar la presencia de la comida en la literatura española. Si retrocedemos hasta la novela picaresca —con obras emblemáticas como El Lazarillo de Tormes o El Buscón de Quevedo— vemos cómo sus protagonistas ya desplegaban toda su astucia para procurarse algo que llevarse a la boca y poder sobrevivir. Esta inventiva popular ha perdurado a lo largo de los siglos. No es casual que las recetas económicas hayan ocupado siempre un lugar destacado en nuestros recetarios: la cocina, lejos de ser un simple ornamento, refleja con precisión las circunstancias sociales y económicas de cada época.
Sin ir muy lejos en la historia, la terrible hambruna de la posguerra y, más recientemente, la crisis económica del 2010, muestran cómo la cocina vuelve a ser espejo de nuestra realidad. Aunque hayan quedado atrás, ambas etapas han dejado huellas profundas, cambiando nuestra relación con la comida y recordándonos que el despilfarro no es compatible con la memoria de la escasez.
Dentro de la culinaria española, la cocina barata puede encuadrarse en 3 grandes apartados:
La cocina económica, cuya finalidad es elaborar platos de coste mínimo —o al menos inferior a lo habitual— sin renunciar al sabor ni al valor nutritivo. Platos como lentejas guisadas, patatas “al ajopollo” o rellenas, rollos de carne picada o un caldo gallego, son ejemplos de cómo es posible preparar comidas completas, nutritivas y sabrosas con ingredientes humildes. Sin embargo, aunque en épocas de prosperidad estos platos hayan sido relegados o incluso olvidados, siempre representarán, la esencia de una cocina que sabe extraer riqueza de la escasez. La cocina de subsistencia, nacida de la necesidad y del ingenio, es aquella que convierte los ingredientes más humildes en auténticas obras de arte culinario. Un ejemplo paradigmático es el de “las lentejas”, consideradas por Néstor Luján, en su Diccionario de gastronomía (1990), como un alimento esencial en épocas de crisis y hambruna. Su fácil cultivo y su bajo coste la transformaron en un recurso decisivo durante las pestes medievales, y posteriormente en la Guerra Civil y la posguerra española, y siempre ha estado disponibles como sustento básico para las clases más desfavorecidas. En su aparente sencillez, la lenteja simboliza la dignidad del alimento humilde y el espíritu de resistencia de quienes, con poco, supieron mantener viva la esperanza alrededor de una mesa.Todavía recuerdo la imagen de cómo, en muchos hogares, las familias se reunían al caer la tarde para “escoger las lentejas” que habríamos de comer al día siguiente, retirando con paciencia las pequeñas piedras o los diminutos insectos escondidos entre los granos. Aquella escena idílica, tan humilde en apariencia, era en realidad un ritual de amor y de supervivencia, un gesto silencioso que unía generaciones alrededor de una mesa. En ese acto cotidiano se concentraba la dignidad de la cocina popular española, nacida de la escasez, pero rica en ingenio, sabor y memoria. Allí, entre manos curtidas y miradas complacientes, la pobreza se volvía ternura, y cada lenteja limpia era una promesa de alimento, de esperanza y de vida compartida.
La conexión entre esta tradición de cocina económica y la ecología en la cocina moderna es evidente. Ambas buscan aprovechar los recursos al máximo, reducir el desperdicio y respetar los alimentos y el entorno que los produce. La diferencia radica en que hoy lo hacemos desde la conciencia ambiental, mientras que antes era una necesidad impuesta por la escasez.
En definitiva, tanto la ecología culinaria contemporánea como la cocina de la pobreza histórica comparten una misma enseñanza: la grandeza de la mesa no se mide por la abundancia, sino por la creatividad, el respeto y la capacidad de dar valor a lo que se posee. Esta filosofía, heredada del pasado y reinterpretada en el presente, constituye uno de los pilares más genuinos y perdurables de la tradición española, donde se entrelazan el ingenio, la memoria y la conciencia cultural de cada plato.
3. Y un último hito de la cocina pobre —o, dicho con el refinado término italiano, cucina povera, de honda tradición toscana— es el aprovechamiento de las sobras, lo que hoy llamamos “cocina de reciclaje”. Esta práctica consiste en dar nueva vida a los restos de platos ya preparados —en casa de unos amigos míos los llamaban con humor “platos de ya te vi”—, transformándolos en recetas diferentes y deliciosas que, en ocasiones, apenas recordaban el plato original.
El ejemplo más emblemático de esta filosofía son “las croquetas”, pequeñas joyas de sabor, que pueden nacer de cualquier sobrante y que nos transportan a la infancia, a esos momentos en que los problemas se desvanecían y solo quedaban recuerdos cálidos y reconfortantes —Emilia Pardo Bazán en La cocina española antigua (1913) nos dejó esta hermosa sentencia sobre ellas: “las croquetitas son exquisitas y se deshacen en la boca, de tan blandas y suaves que están” (Pardo Bazán, 1913).
No es casual que el aprovechamiento de los restos haya sido una inagotable fuente de avance culinario. La necesidad de elaborar platos nutritivos e imaginativos a partir de sobrantes, y siempre dentro de presupuestos muy ajustados, ha dado origen a recetas que combinan ingenio y sabor, casi como si fueran pequeños actos de alquimia.
Entre los platos más emblemáticos de esta corriente destaca el cocido, una receta en la que prácticamente todo adquiere un nuevo propósito. El caldo se convierte en un consomé humeante que reconforta; la sopa de picadillo, en un excelente entrante que despierta el apetito; y la deliciosa ropa vieja, que a menudo tiene más admiradores que el propio cocido, en un bocado unánimemente celebrado. A ello se suman las patatas rellenas o los búdines, capaces de transformar cualquier resto en un auténtico bocatto di cardinale.
En definitiva, esta cocina de aprovechamiento o reciclaje transforma lo cotidiano en extraordinario. Croquetas, cocidos y otros platos surgidos del reciclaje evocan recuerdos felices, revelan que la imaginación en la cocina no tiene límites y muestran que cada sobrante puede renacer como un nuevo plato: un testimonio de ingenio, cariño y sabor donde la memoria y el gusto se entrelazan en cada bocado.
La cocina en la literatura: el descubrimiento de la cocina del hambre
Desde siempre la cocina se ha filtrado de forma significativa en los textos literarios, y las preparaciones culinarias han expresado diferentes funciones comunicativas —unas veces enriquecen a los personajes, otras a sus ambientes, o actúan como metáforas costumbristas. Así veréis cómo en la mayoría de mis recetarios la literatura asume un importante rol simbólico. En uno de mis libros favoritos, The Pickwick Papers de Charles Dickens, ciertamente el primer “foodie” literario, alude a 35 desayunos, 32 cenas y 10 almuerzos, en su mayoría, alabando el placer de comer.
Por otra parte, en la sinergia entre cocina y literatura, siempre me ha sorprendido que la cocina barata conduce a menudo a un tercer y devastador estadio: la cocina del hambre. Y lo más inquietante —casi perturbador— es que, curiosamente, ¡es precisamente esa cocina nacida de la necesidad más feroz la que ha penetrado con mayor fuerza en la literatura!
Cuando nos adentramos en el vasto territorio donde la literatura y la cocina se entrelazan, descubrimos que los motivos para incluir pasajes culinarios son tan diversos como estremecedores. En El Quijote, Las bodas de Camacho se convierten en un espejo que denuncia la opulencia insolente de los ricos, mientras que en Galdós unos simples callos logran condensar el alma más castiza de Madrid. Pero, por encima de estos ejemplos, los pasajes que realmente nos golpean —los que no se olvidan— son aquellos que no celebran la comida, sino su fantasma: el hambre. Basta recordar el miserable porridge de Oliver Twist o el que consume en silencio a Jane Eyre, para comprender que, en la literatura, la carencia puede rugir más fuerte que cualquier festín.
Y de esa comida nacida del hambre es de lo que os quiero hablar a continuación. Como ejemplo, recurriré, a la sopa bissara, una humilde preparación marroquí que aparece incluso en las obras de Albert Camus, pero que alcanza una fuerza particular en el texto que os adjunto, porque no se trata solo de presentar la bissara como sopa emblemática de la pobreza del Rif marroquí sino de abrir una puerta para adentrarnos en un relato que golpea, que nos sacude, que nos obliga a contemplar sin desvíos la hambruna como herida, como memoria, como marca indeleble de la cocina y de la vida.
Lloraba la muerte de mi tío con algunos chicos. Ya no lloraba solo cuando me pegaban, o cuando perdía algo. Era la época del hambre en el Rif, la sequía y la guerra. “Una tarde no podía detener mis lágrimas de tanta hambre que tenía. Chupaba y rechupaba mis dedos. Vomitaba sólo saliva. Mi madre me decía para calmarme: -Calla, vamos a irnos a Tánger. Allí hay pan en abundancia. No llorarás más por el pan cuando estemos allí. En Tánger la gente come hasta saciarse. ¿Ves a tu hermano? Él no llora. Dejaba de llorar cuando veía su cara pálida y sus ojos hundidos. Pero la impaciencia que me infundía el mirarlo no duraba mucho… Vimos cadáveres de animales mientras nos íbamos a pie de camino al exilio. Los rondaban perros y pájaros negros. Hedían, tripas abiertas, podredumbre. Por la noche se oía el aullido de los lobos cerca de la tienda que montábamos allí donde el cansancio y el hambre podían más que nosotros. Incluso algunos enterraban a los suyos donde caían muertos, víctimas del hambre. (…) En Tánger no vi las montañas de pan que me había prometido mi madre. ¡También había hambre en este paraíso, pero era menos mortal que en el Rif!
Ciertamente la lectura del extracto del El pan desnudo, del novelista marroquí M. Chukri (1935-2003), nos pinta en un tono conciso, directo y, en ocasiones, patético, la tragedia del hambre, como aparece asimismo en la obra autobiográfica del propio Albert Camus, El primer hombre en la Argelia francesa.
Esta desgarradora alusión a la cocina del hambre me ha conmovido de tal manera que he sentido la necesidad de ofrecer a mis lectores una contextualización más humana y profunda de lo que significa comer —o intentar comer— en tiempos de necesidad extrema. Y he querido hacerlo desde una perspectiva íntima, casi testimonial, que evoque las vivencias de quienes atravesaron la Guerra Civil española, cuando la comida dejó de ser un acto cotidiano para convertirse en un desafío diario, una lucha silenciosa y un símbolo de resistencia.
Anticipo de la segunda parte de este artículo, que publicaré en la próxima entrega
Mira por dónde, releyendo recientemente Celia en la Revolución (1987), la novela tardía de la escritora Elena Fortún, una joya literaria de la literatura de la Guerra Civil española, me he encontrado con que es precisamente la miserable comida de guerra, o mejor de la hambruna, uno de los temas de esta novela; que trae a mi memoria los pesares por los que pasó mi querida Celia, el personaje favorito de mis cuentos infantiles, durante esta sangrienta contienda.
Con esta nueva apertura al tema de la comida, el sufrimiento y el hambre, en un Madrid sitiado, donde la muerte y la escasez se convierten en sus principales protagonistas, Celia la niña traviesa del barrio de Salamanca se transforma en una joven resiliente, enfrentada a la devastación de la guerra y al hambre que penetra hasta lo más íntimo de su alma. La obra, basada en las vivencias de la autora (Elena Fortún), ofrece un testimonio humano, estremecedor y, a la vez, objetivo e imparcial de la guerra, y muestra cómo la carencia de alimentos se convierte en símbolo de tormento físico y emocional. El relato provoca una reflexión sobre la desolación y el desamparo de aquellos años, y nos relata, de primera mano, la vida en la retaguardia, que, según Carmen Martín Gaite, se convierte en “un testimonio espeluznante de los horrores de la guerra, a través del cual la escritora [Elena Fortún] plasma sus propias vivencias”.
Y lo que más me ha sorprendido es la manera en que el sufrimiento y la angustia se manifiestan a través de la comida —o, más bien, ante su ausencia: tortillas sin huevos, chuletas sin carne, croquetas sin leche ni harina. La hambruna no es solo física, es un tormento que invade el cuerpo y el alma, un vacío que se hace presente en cada plato que no llega, en cada estómago que ruge de desesperación.
Y así he decidido que este artículo continúe en mi próxima entrega, para compartir con vosotros este conmovedor relato, que bien podríamos llamar “La comida y el hambre”, para que podáis sentir de primera mano la hambruna de esta guerra fratricida, narrada con el sufrimiento y la intensidad de lo vivido.