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Ula y los robots cocineros



La androide tenía una larga cabellera rubia, poco pecho y dedos largos que envolvían con pasmosa agilidad las aún palpitantes ostras en láminas de finísimo hojaldre; mientras tanto, otro robot con la mirada fija en un cazo, ligaba con unas brillantes varillas una suave bearnesa. Eran las creaciones de Ula. Alta, piel sonrosada, repleta de pecas que le daban un cierto aire alienígena, e ingeniera robótica, siguió los pasos de su padre, un científico alemán colega de Von Braun que tuvo que huir tras la derrota de la Alemania nazi y ponerse a las órdenes de los servicios secretos americanos. El hombre fue pionero en la creación de máquinas que pudieran sustituir a los pilotos de la Lutwaffe, pero la invasión de Alemania dio al traste con el invento.


Ula estudió en el famoso Instituto Tecnológico de Massachussets y su tesis doctoral se basó en la sensibilidad y percepción culinaria de los androides. Bautizó a sus criaturas Carême y la Mère Sophie en honor a dos nombres ilustres de la historia de la cocina e introdujo en sus respectivas memorias toda la cultura culinaria mundial. Tanto el uno como el otro eran capaces de lacar a la perfección los patos chinos así como elaborar la más sutil pasta italiana; pero tenían un defecto, no podían trabajar por separado. Era tal su simbiosis que apenas se cruzaran sus cristalinos ojos, y sin mediar sonido ni gesto alguno, se ponían a elaborar una olla podrida o a clarificar un perfumado consomé trufado.


Pero el mayor éxito de Ula fue cuando consiguió dotar a la mecánica pareja de los sentidos del gusto y del olfato. Las máquinas aprendieron de un banco de memorias los aromas y los gustos de platos recién elaborados que luego plasmaban a la perfección sin la necesidad de las listas de ingredientes y de los tiempos y maneras de elaboración. En la lionesa casa de Bocusse aprendieron la sopa hojaldrada de trufas; de Arzak, el helado de mango con sopa de chufas y de Ferrà Adrià, las croquetas líquidas. Pedro Subijana les elaboró una modernización de la zurrukutuna y Juan Carlos Azanza unas manitas de cerdo rellenas de setas y sesos que aquellos montones de carbono y resina imitaron a la perfección.


Afortunadamente Ula se enamoró de un cocinero japonés, maestro en cocinar el fugu, quien la convenció de que dejara de ser aprendiz de bruja no fuera cosa que a tan demoníacas máquinas les diera por probar a qué saben los humanos y la metieran en un microondas. Ya saben, el amor es ciego y la ingeniera reconvirtió a los androides en dos fieles empleados del hogar sin derecho a cocina. Incluso les cambió de nombre.


AUTOR DESTACADO

Albert

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