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El Negocio Del Carpaccio


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Caius Apicius Cristino Álvarez
en memoria de nuestro colaborador y amigo



Madrid, 8 may (EFE).- En un principio fue el carpaccio de solomillo o, al menos, de lomo de buey; hoy se hacen carpaccios de un montón de cosas, con éxito más bien desigual, desde los más diversos pescados a vegetales de cierta consistencia, especialmente determinados tipos de setas.

La verdad es que el carpaccio se ha popularizado bastante en relativamente poco tiempo. Yo todavía recuerdo cuando, no hace tanto tiempo, comentaba a algún amigo que había tomado un buen carpaccio en tal o cual restaurante e, invariablemente, tenía que explicarle que no, que no estaba hablando de gazpacho, sino de carpaccio.

Probablemente gran parte del éxito de los carpaccios se deba a lo estupendamente bien que les viene el tal plato a los hosteleros. No hay que olvidar que fue un hostelero, Giuseppe Cipriani, el que inventó, en su Harrys Bar de Venecia, lo que desde entonces se conoce con el apellido de uno de los grandes pintores venecianos del quattrocento, Vittore Carpaccio.

El carpaccio les viene bien a los hosteleros por varias razones. La primera, porque, aunque la materia prima ha de ser de una calidad y frescura irreprochables, su elaboración no ofrece la menor dificultad. Y la segunda, y más importante, porque un carpaccio acaba por ser el plato más rentable de una carta.

Me explico. Hace unos días, un buen amigo me comentaba que había cenado en un restaurante de Segovia, próximo a la estación de RENFE, donde había ido a recibir a uno de sus hijos. Pidió un carpaccio de hongos (Boletus edulis). "Los hongos -me explicaba- estaban cortados del grosor de las hojas de afeitar Gillette de hace años: superfinos, papel de fumar".

Demasiado finas le debieron de parecer las láminas de hongo a mi amigo, que, por curiosidad, se dedicó a irlas poniendo una encima de otra "para ver cuánto abultaban". El resultado... un montoncito de, más o menos, un centímetro de alto. Un pinchito, vamos; un bocadito, que mi amigo despachó de un único viaje, tal vez más divertido -él es así- que enfadado.

Y eso ocurre casi siempre con los carpaccios. Quede claro que a mí me gustan, especialmente los de carne roja, aunque haya disfrutado de alguno marino estupendo, como el de vieira que prepara en Santiago Toñi Vicente, que, sabiamente, no confunde la vieira con el papel de fumar y sabe que ha de tener cierto espesor, cierta textura. Reconozcamos, además, que en general quedan preciosos a poco que se sepan combinar los colores de los ingredientes y el plato. Pero que son rentables... ni lo duden.

Si definimos el carpaccio como plato formado por finas -pero no tanto- láminas de un alimento no sometido a la acción del fuego, podemos considerar que el mejor carpaccio de los posibles es... un plato de buen jamón ibérico cortado en virutas. Y eso nos lleva a entender mejor esa rentabilidad del carpaccio para el hostelero.

Supongo que se habrán fijado que en las cartas de los restaurantes, y en las pizarras o listas de muchos bares de todo pelaje, se anuncia el más noble producto porcino como ración de jamón ibérico. Ojo: ración, sin especificar más. El ciudadano ingenuo suele comentar su ración de jamón, a posteriori, hablando de cien gramos. Ya, ya, cien gramos...

Habrá, no lo dudo, algún caso en el que la ración llegue, efectivamente, a ese peso de jamón. Pero es rarísimo, a poco que quien lo corta y lo sirve sea medianamente hábil. Calculen ustedes que la mayor parte de las veces esa ración de jamón ibérico cortado a mano en finas virutas se queda en, aproximadamente, dos tercios de esa cantidad que todo el mundo considera standard. Por ahí, por los 60-70 gramos de jamón, se mueven las raciones.

Pero sesenta o setenta gramos de jamón, bien cortado y bien colocadito, parecen unos cuantos más. En la columna de la derecha, la del precio, sí que, en general, aparece una cifra que podría corresponderse bien con el valor de cien gramos de jamón, pero... en ningún sitio se dice que sean cien gramos, de modo que las reclamaciones, al maestro armero.

Pues con los carpaccios ocurre tres cuartos de lo mismo. Cuanto más hábilmente se corte el ingrediente principal, cuanto más arte se tenga para disponer el plato, menos carne -o pescado, o seta- y más negocio. La verdad es que un carpaccio no es un plato para llenar, al contrario de lo que suele ocurrir con esos steak tartar que llevan una cantidad desaforada de carne cruda; pero muchas veces, como en el restaurante segoviano del caso de mi amigo, el personal se pasa.

Giuseppe Cipriani debería ser, entre el gremio de hostelería, mucho más popular de lo que es... aunque sólo fuera por gratitud. EFE

cah/ero



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