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Con Perdón, el Cerdo



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Francisco J. Aute

Cerdos en la montanera (Alanís, Sevilla)

En estos tiempos que corren, o que vuelan, días milenaristas y postfiniseculares, en la alimentación reinan los colorantes, conservantes, antibióticos y otros sutiles polvos de la madre Celestina, siendo difícil encontrar algo que no sea resultado de una producción industrial, eso sí, enmascarada siempre bajo la denominación de ?de la abuela?, ?de la granja? o ?al estilo antiguo?.

En este escenario, la cría familiar del cerdo, los ritos matanceros y la elaboración de sus derivados son casi el único resto de primigenia pureza que aún permanece entre nosotros, posiblemente desde la prehistoria. El cerdo ibérico, tan racial como la fiesta de los toros, ocupa aún un lugar preeminente en la alimentación nacional a la vez que la acredita.

Y es que, ¿qué podemos decir del cerdo que no se haya dicho ya?. Desde calificarlo como animal totémico hispano, a querer aprovechar de él hasta los andares, el cerdo, más que ocupar una posición de privilegio en el patrimonio folklórico y gastronómico nacional, es por sí mismo todo un capítulo completo de nuestro haber cultural, tanto que en ninguna lengua existe tal variedad de sinónimos para designar algo. Frente a dos acepciones en inglés y portugués y tres en francés, en castellano podemos encontrar hasta ocho voces distintas, localismos aparte, para nombrar al cerdo.

Hasta no hace mucho, prácticamente no había casa en los pueblos en la que, independientemente del estatus y el oficio de sus moradores, no se engordasen todos los años un par de cerdos. La capacidad de este animal de vivir casi únicamente de los desperdicios y sobras de la casa, le convirtió en la reserva natural de carne para las familias que, almacenada en forma de embutidos y salazones, se consumía a lo largo del año, vendiéndose los excedentes para sanear las precarias economías domésticas.

La matanza proporciona reservas para todo el año

Pese a sus tantos méritos el cerdo es sujeto de discordia en el ámbito religioso y, si los chinos lo consideran como uno de los más nobles seres de la creación, la Biblia es en cambio terminante: ?Serán para vosotros abominación, no comeréis sus carnes y tendréis como abominación sus cadáveres (Lev. 11:24)... Quien tocare uno... será inmundo (Lev. 11:24)?, explayándose además en una serie de lindezas y razones contra el cerdo, frente al pragmatismo del Corán mucho más escueto: ?Solamente estas cosas te ha prohibido el Señor, la carroña, la sangre y la carne de cerdo (Corán 2,168)?. Este hecho diferencial entre ambas orillas del Mediterráneo ha dado lugar a que entre nosotros, largamente islamizados, que no invadidos, se diese una exaltación del cerdo y sus derivados que, trascendiendo el mero ámbito gastronómico, se convierte en abanderado de raza y religión. Así, el más que popular cocido al que se le atribuyen orígenes hebraicos, con la mera adición de unos tocinos y embutidos, queda ipso facto convertido en cristiano viejo cuya hidalguía le hace huésped en las mesas de reyes y cardenales, deviniendo así el simple puchero, por obra del puerco, en toda una solemne profesión de fe.

Matanzas en la calle (La Granjuela, Córdoba), que quede patente que en la casa son cristianos viejos

Sin duda cuando Maimónides se preguntaba en el siglo XII sobre los motivos que habían llevado a Yhavé a prohibir el cerdo, seguramente pensaba en los cristianos de Córdoba que lo comían con abundancia y ostentación, sabiendo por ser médico que los cristianos no enfermaban más que los más ortodoxos observantes de la ley rabínica.

Y aunque Maimónides concluía que el cerdo era nocivo porque ?contiene más humedad de la necesaria y demasiada materia superflua?, lo cierto es que en el califato, los musulmanes españoles trasegaban cerdo frecuentemente acompañándolo con los generosos caldos de Córdoba, Cádiz o Málaga que conocieron grandes años de esplendor bajo la islamización. Y aunque los poetas andalusíes no celebraron al gorrino con tan festivas odas como hicieran con el vino, no por ello hacían ascos a jamones, lomos o manitas. Los judíos, siempre radicales, fueron observantes estrictos de la ley, lo que les valió ser apodados por cristianos y musulmanes como marranos, del árabe al-mahrán, lo prohibido.

Entre nosotros se perpetuó esa afición por el cerdo tan racial y tan ibérica, entre otras cosas porque si bien en todo occidente se consume cerdo, en ninguna parte disponen de unos como los nuestros, ni de una tradición porcino-gastronómica comparable. Se cuentan por millares los casos de japoneses, yanquis y hasta árabes que, tras paladear unas lonchas jamón ibérico razonablemente cebado con bellota, han visto la luz y se han convertido a nuestra devoción porcina con más unción que si ante ellos hubiese obrado una aparición mariana de calidad equiparable a Lourdes o Fátima.

La asociación entre cerdo y humano es muy antigua, pero en nuestro caso, esa devoción cuasi mística que se tiene por el marrano y sus productos se vincula necesariamente al cerdo criado con bellotas, es decir, el de montanera y para nada con esos sonrosados y filosóficos cerdos ingleses, o los hipopotámicos cerdos yanquis cuyos productos no son más que carnes disueltas en agua. En esta delicada vocación debe haber algo más profundo que el mero gourmetismo pues ¿acaso, según Plinio, no eran las bellotas el alimento preferido de los antiguos íberos?. Sin duda nuestros ancestros íberos, íberos de montanera claro, también sabían apreciar debidamente al cochino como queda atestiguado por las numerosas representaciones y ofrendas votivas que han llegado hasta nosotros.

Que el culmen del cerdo es el jamón, no es discutible, por eso, pese a no ser el jamón más que la pata cruda de un animal sometida a un proceso de semi-momificación, el jamón tiene un considerable poder de convocatoria, y no habrá rifa, sorteo o cesta de navidad que se precie que no engatuse con un jamón como joya de su corona, ni tentativa de conseguir recomendaciones que no sea respaldada con el previo envío de un buen jamón. Por eso, la sensación de orden y prosperidad que sentimos cuando, visitando una casa, en la cocina nos encañona un jamonero artillado con un hermoso jamón, es la misma sensación que nos produce cuando en dicha casa encontramos las camas de los niños luciendo en sus colchas el escudo del Real Madrid, proclamando así que los moradores son gente de bien y de sólidos principios de los de toda la vida. Como está mandado.



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