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Cocinero en Serie (último Capítulo, 4ª Entrega)


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Jordi Gimeno



Únicamente Marina, su vieja amiga, podía relacionar ese inexacto retrato-robot que había aparecido en todos los diarios con su agradable vecino, compañero de paseo y confidencias. Y sólo ella conocía el trauma de Pere cuando lo obligaron a jubilarse, sólo ella lo consoló y le recomendó buscarse nuevos incentivos en la vida.

Pere estaba convencido de que no sospechaba nada, al menos de momento y, además, ella sentía por él un amor incondicional. Por si acaso, y para que tuviera otras cosas en las que pensar, se le declaró; de hecho, se moría por hacerlo y tenerla a su lado le daría fuerzas para acabar el trabajo.

Fue en el paseo marítimo, una concurrida tarde de sábado, cuando él le cogió la mano, de manera enérgica y repentina, pero también llena de sinceridad y estima. No dijo nada, ella tampoco y caminaron lentamente en silencio un buen rato. Después, le dijo que la quería. La frase salió comprimida en una sola sílaba pero Marina la oyó muy bien, sonrió feliz y siguieron caminado.



Antes de ir a dormir, bajó a la calle a llamar a Silvia. Su hermana lo reconoció a la primera. Parecía sorprendida, pero fría. A lo mejor pensaba que iba a pedirle dinero. Poco a poco se fue animando y al cabo de un rato tuvieron una conversación normal entre hermanos, como si no hubiesen pasado tantos años. Los hijos y el marido estaban todos bien, pasando los últimos días de vacaciones en el apartamento de Calafell. Pere le hablo con dificultades de su relación con Marina, se lo tuvo que repetir tres veces a causa de su tono vergonzoso y los gritos incrédulos de ella. Parecía alegrarse e insistía en encontrarse en la ciudad. Pere pensó que Marina tendría finalmente su anhelada tarde familiar. Al salir de la cabina se dio cuenta que él también tenia ganas de ver a la tonta de su hermana. Subió las escaleras corriendo, por primera vez dormiría con Marina, lo había soñado tantas vedes que todo iría bien.

Por más que lo intentase, Pol no podía sacarse de la cabeza a ninguna de las víctimas de ese loco. Era domingo y la noche anterior la había pasado prácticamente en comisaria, mirando fotos, comprobando datos y llamando por enésima vez a posibles testigos.



Se había levantado tarde, eran casi las doce y el sol apretaba en esa urbanización en las fueras del pueblo. Pagar la hipoteca de esa pequeña torre era la única responsabilidad que tenía prevista para los próximos veinte años. A los del banco sólo les faltó poner una alfombra a sus pies cuando les dijo que era un policía de la nueva comisaria comarcal. El director, con el aire de un viejo amigo que se preocupara sólo de amueblar la vivienda.

Todavía le faltaban unos buenos millones por pagar, pero allí, un poco apartado de todo, se sentía bien; su pequeño Roc tenía espacio para jugar y respiraba un aire limpio, al fin y al cabo era la única cosa que sus potentados abuelos de la capital no podrían regalarle jamás.

Natalia llevaba todos los años de la separación devolviéndole los cheques mensuales que le enviaba para los gastos del niño. Habían hablado de eso un montón de veces pero no había nada que hacer, ganaba diez veces más que él y de momento no le hacia falta. Finalmente decidieron que lo de esos cheques fuese a una cuenta a nombre de Roc.

El baile del cheque se repetía mes a mes, Pol lo enviaba y, sin abrir el sobre, Natalia lo devolvía. Era como un juego, la última rutina de una pareja hecha añicos pero entera de respeto. Pol intentó borrar todos esos pensamientos de su mente. Era su primer día de fiesta en dos semanas y no quería amargárselo, se tumbó sobre el césped del jardín y trató de tomar el sol, si esos pinos que no se atrevía a cortar se lo permitían. Dejó de pensar en Pere, pero no debería haberlo hecho...


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