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Cocinero en Serie (Capítulo Vi, 5ª Entrega)


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Jordi Gimeno

El cuerpo de Angel Murés, el chef más famoso del país, yace en una acera con un cuchillo de cocina clavado en la espalda. Pere ha vuelto a triunfar y Pol, el policía triste, retorna al caso, pero en labores secundarias. Como siempre, después de cada muerte, hacemos un viaje al paso del asesino, ahora en el restaurante de la universidad, donde soplan vientos de cambio



Los rumores acerca de la privatización del restaurante universitario acompañaron a los trabajadores durante toda la década de los noventa, por eso Pere no prestó mucha atención a los comentarios del camarero que presumía de saberlo todo, a pesar de todo lo de generar recursos se le quedó grabado en la cabeza, más que nada porque el chico lo repitió una veinte veces. Pere empezó a preocuparse cuando el sindicalista de hostelería los convocó a todos para una reunión urgente, dijo que iba en serio y que lo que dictaduras, monarquías y repúblicas no se habían cargado, lo iba hacer ahora el mercado.

Los diez afectados se reunieron en una pequeña aula. El encargado que le prometió trabajo para toda la vida, cuatro camareros, el jefe de cocina, el cocinero y el ayudante. En la última fila, como ausentes, estaban los lavaplatos, Conxi y él. Antes de la intervención del delegado sindical, todo eran consignas revolucionarias y amenazas de huelga. El sindicalista, un tipo muy gordo, los miraba en silencio. Diez minutos más tarde, el hombre tomó la palabra, tenía el verbo fácil y la audiencia quedó como hipnotizada, Y lentamente, con vaselina, les fue vendiendo la moto. Una moto de gran cilindrada y americana, como la compañía que iba hacerse cargo de la gestión del comedor.

Les aseguró que ningún puesto de trabajo peligraba y que la privatización iba a comportar una mejora del as antiguas instalaciones y mayor proyección laboral. La cocina iba a desaparecer y todo vendría hecho de la central. Por el volumen de trabajo, sólo la mitad del personal iba a poder ver los cambios en la facultad, los demás serían recolocados en otros bares y comedores de la cadena o se los prejubilaría. Eso iba por Pere, el más veterano de esa plantilla que tanto tiempo llevaba junta. Allí empezó su calvario y allí nació el nuevo Pere. El eficiente lavaplatos no se quería jubilar y no sólo por la raquítica pensión que el estado le iba a dar. Pere era feliz allí y por nada del mundo quería tener una salida prematura. Eso era su vida y ahora se la querían quitar.

Jovencitos ejecutivos agresivos de la compañía trataron por la buenas de convencerle de lo bien que se lo iba a pasar con tanto tiempo libre, le decían , una y otra vez, que se lo merecía. No sacaron nada y, ya a la malas, le ofrecieron medio millón de más, por firmar la renuncia. Pero Pere no se podía imaginar su vida sin su trabajo. Adiós a la cocina y adiós al ruido de máquinas lavando. Ni por medio ni por diez firmaría para empezar a morir antes de tiempo.

Esos recién licenciados en económicas y psicología industrial, ayudados por el enlace sindical, empezaron a hacer campaña entre los compañeros de Pere. Para cada uno tenía un argumento diferente, que los americanos se los estaban replanteando, que la universidad iba a cerrar el bar y pondría máquinas expendedoras de café y bocadillos, evidentemente irían todos a la calle. También decían que había que facilitar el acceso de los jóvenes al trabajo. Nada era cierto, sólo el infierno que empezó a vivir Pere.

Sin el apoyo de sus compañeros, se sintió muy solo, como si estorbase. En cada conversación, por intrascendente que fuera, notaba alguna mirada de rechazo o, en el mejor de los casos, que aflojara un poco. Por primera vez empezó a detestar el despertador anunciándole la hora de levantarse e ir a trabajar. Allí sólo encontraba caras largas que lo responsabilizaban de un futuro que a él le negaban, caras largas que se habían tragado toda la comedia de los tecnócratas y que le hacían la vida imposible.

Pere no tuvo más remedio que volar y empezó a buscar trabajo durante las horas libres. La cara de los encargados, directores y jefes de cocina lo devolvieron a la realidad. Era demasiado mayor y había perdido las alas. Más de veinte años desaparecieron de golpe al firmar la renuncia. El bolígrafo marcó un trazo sin fuerza y tembloroso, la rúbrica salió casi invisible pero fue suficiente para los ejecutivos. Y Pere se rompió por dentro.

Continuará...



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