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Cocinero en Serie (Capítulo Vi, 4ª Entrega)


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Jordi Gimeno



Al día siguiente Angel se levantó con un dolor de cabeza insoportable. Afortunadamente era el último programa de la temporada y ya no tendría que levantarse más a las siete hasta setiembre. No se duchó, aunque aún arrastraba el olor de noche. El agua lo hubiese despertado demasiado y él pensaba estar de nuevo en la cama a las once menos cuarto. Supuso que todo el equipo de la radio harían un almuerzo de despedida pero no pensaba ir. Si en el fondo no lo soportaban.

Aprovechó los semáforos en rojo para repasar el fax con los contenidos del programa. Le alivió comprobar que los chicos habían aprovechado ese último espacio para meter todos los restos de serie. Una entrevista con Claude Tamizié, una maravilla de reportaje donde quedaban patentes las habilidades de Angel con los idiomas, un documento sobre los hoteles centenarios, un estudio más o menos riguroso sobre cocina y tecnología y las siempre divertidas encuestas a pie de restaurante. Algunos hosteleros temían esa sección, idea de Angel, que preguntaba a los clientes antes y después de comer, o sea qué esperaban y qué encontraban realmente.

Cuando el último semáforo se puso verde, Angel se alegró al ver que no tendría que hablar demasiado, tenía la lengua aún pastosa y la garganta seca. No encontraba sitio y maldijo al desconocido directivo, mitad periodista, mitad político, que decidió ubicar la flamante emisora pública en un barrio tan obrero y tan lejos.

Ya podían ocupar tres plantas pero el edificio era muy viejo, en la puerta de entrada había un anciano esperando a que le abriesen. Su cara le sonaba, pero eran tantas las que desfilaban cada día ante sus ojos que no lo podía ubicar. El hombrecito llevaba una bolsa de plástico en la mano derecha, parecía que dentro había un enorme cuchillo de cocina, pero no le dio mucha importancia y llamó al interfono para que le abriesen. Iba a darle los buenos días pero no tuvo tiempo.



Pere llevaba más de una hora esperándolo cuando lo vio llegar, vestía de manera muy informal, cómodo y joven pero con la cara muy desmejorada y con todo el aspecto de haber dormido poco. Le dijo hola pero Murés ni le oyó y pulsó el botón donde figuraba el anagrama de la emisora. Pere ni tan siquiera sacó el cuchillo de la bolsa y se lo clavó en el omóplato derecho. El sonido lo oyeron tan sólo los dos, fue seco y profundo. Angel trató de agarrarse a la reja de la puerta pero estaba demasiado débil y, lentamente, se deslizó hacia el suelo. Allí se quedó el cuchillo, en esa espalda sangrando, mientras el timbre del interfono empezaba a sonar para abrir la puerta.



El asesino de cocineros empezó a correr calle abajo, pensando en cuántos terroristas se habían escapado así de la escena del crimen. En la esquina tomó un autobús providencial y, al sentarse, tuvo un recuerdo para el último servicio de ese cuchillo lleno de recuerdos, ese sería su regalo para la policía. Una herramienta poco usada con más de treinta años de antigüedad pero sin una huella. Llegó a casa y como un loco se tiró en la cama y empezó a buscar en el dial la emisora del gran chef. Sólo sonaba música ligera, no era una marcha fúnebre, pero lo sería muy pronto.

Fue en las noticias de las once cuando la radio dio la noticia. Pol se quedó helado. Ese loco había vuelto a hacer de las suyas y esta vez pegaba en lo más alto. Hizo el gesto para vestirse e ir volando a comisaria, pero se frenó. Era evidente que lo habían medio apartado del caso. Y ahora, con un cadáver importante, la prensa se iba a fijar mucho más en esa extraña trama que, de momento, solo entendía su autor. Por eso los mandos podrían, seguramente, delante del caso a uno que fuera de ciudad, mediático y que inspirase confianza a la población. Ya lo llamarían tarde o temprano para cuestiones menores de los otros asesinatos.

Pol estaba dolido por ese silencio y no sabía si colaboraría a fondo o haría el papel del policía inútil que alguien de arriba pensaba que era. Le dolía que lo apartasen, como cuando la Natalia y el Roc se fueron, ya hacía más de tres años. Tuvo la delicadeza de dejar pasar las Navidades, como si Pol le importasen demasiado las fiestas. Tantos años juntos y la primera imagen de ella que le venía a la mente era la de esa mañana a las ocho, cuando se la encontró con una maleta en la mano y el niño en la otra. Pol venía del turno de noche y sólo tenía ganas de coger la cama. El sueño se le pasó de golpe.

Eso iba de veras, la Natalia era demasiado calculadora y cerebral como para montar esa escena y deshacerla al cabo de diez minutos de charla. Debía llevar meses dándole vueltas, tantas o más que él. No era que no se quisieran ni que hubiesen cambiado demasiado, sólo que ya no había energía para cambiar juntos. Pero a Pol le dolía el corazón y no paraba de decirle que era una mala época, que se tenían que dar una oportunidad. Los ojos del pequeño Roc empezaron a comprender lo que pasaba y su padre decidió calmarse y despedirlos como si se tratase de una salida de fin de semana. Cerró suavemente la puerta sabiendo que no volvería. Trató de dormir, pero su cabeza decidió pasar una larga película de errores y reproches. La proyección sólo tuvo una interrupción, cuando empezó a llorar amargamente. Fue un llanto seco, de muy adentro.

Natalia fue a casa de sus padres y, debido al mareante ritmo de viajes de su madre directiva, el niño pasaba demasiado tiempo con los abuelos que nunca aceptaron al padre de la criatura. Cuando no trabajaba porque era un gandul, y cuando se hizo policía, porque era demasiada poca cosa para una hija tan brillante. Afortunadamente, veía lo bastante a su hijo como para que éste se diese cuenta que las cosas no eran tan sencillas como decían las retorcidas mentes de sus abuelos. Además, Natalia nunca le habló mal de su padre y eso ayudaba a la adoración que Roc le tenía. Fue una separación ejemplar, sin peleas ni disputas. Se habían querido demasiado.

Desde ese día se convirtió en un solitario separado, sin fuerzas ni ganas de empezar otra relación. De momento Natalia tampoco salía con nadie y eso que a ella no le faltaban pretendientes, pero no, por lo que le decía Roc, no había nadie en su vida. Unos meses más tarde Pol pidió el traslado a comarcas, necesitaba nuevas vivencias que le tapasen los buenos recuerdos que no paraban de hacerle daño.

El martes recibió en su despacho la información referente al asesinato de Angel Murés. Debía pesar más de un kilo, estaba claro que la presión de los mass-media había despertado y asustado a los políticos y, ahora, un ejército de hombres se concentraba en encontrar al asesino que había puesto patas arriba al país con su macabro juego. La función de Pol se limitaría a volver a remover el asesinato de Esteve Prades, el primer muerto, según ellos, de esa lista negra. Y no le quedó más remedio que volver a ese hotel de verano y buscar pistas tan efímeras como los castillos de arena que los niños alemanes construían en la playa.

Continuará...



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