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Cocinero en Serie (Capítulo Vi, 2ª Entrega)


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Jordi Gimeno

Angel Murés, un cocinero de éxito, de los que salen en todos los medios de comunicación es el escogido; el superchef hasta dispone de un programa semanal de radio. Un Pere cada vez más perfeccionista ya ha reservado mesa para uno en ese restaurante que le va a costar media paga de jubilado



Ese día había un monográfico dedicado al pan, por lo tanto se lo guisó y comió casi todo el invitado. Los dos reportajes de la redacción remataron el trabajo, lástima que los oyentes parecían obsesionados en examinarle, pero como siempre se las apañó. Y hasta le sobró tiempo para decir a la audiencia que lo habían nominado al Premio Nacional de la Joven Cocina de Autor. Angel estaba a punto de cumplir los treinta, o era ese año o nunca.

La verdad era que consideraba algo ridículas esas reuniones de fin de semana donde una quincena de cocineritos preparaba delicias a un selecto jurado que en su mayoría no tenía ni idea, un grupo formado por políticos, intelectuales o las dos cosas a la vez o ni una cosa ni la otra, pero todos vividores que al pasar de los cincuenta y verse demasiado gordos, decidían trabajarse una fama de entendidos en gastronomía.

Angel ya había optado una vez a ese galardón, cuatro años atrás, y se llevó un buen disgusto cuando, ni la ?Terrina de alcachofas y pato con mousse de avellanas?, ni la ?Pularda con ostras y cap-i-pota vegetariano?, ni su ?Crujiente de coco y piña con helado de chufa y trufa?, fueron suficientes argumentos para llegar, al menos, a semifinales. Pero ese año podía estar tranquilo, un amigo y cliente, político de izquierdas y amante del lujo, el otro día le aseguró que la cosa estaba hecha, que ese año era para él. El político no era miembro del jurado pero los conocía a todos.

Estuvo a punto de contar a sus oyentes que el suplemento dominical del diario más leído le había pedido si podían hacer un reportaje que se titularía: ?24 horas con el chef Angel Murés?, No lo dijo, para evitar que Raquel tuviera una ataque de nervios. Le encantaban ese tipo de cosas, lo único malo era que tendría que levantarse a las seis para ir al mercado y, mientras encargaba la materia prima, poner cara de estar pensando en los platos del día. Angel nunca iba al mercado y, normalmente, si no estaba de noche loca, a las seis dormía como un tronco...

Ese día debería ir a trabajar con la furgoneta del restaurante en vez de su rapidísima Scoopy, tendría que estar más tiempo en la cocina y repartir unas órdenes que normalmente daba Ramón; pero los periodistas adoraban esa interpretación y él iba a darles lo que querían, que mejor saldría la foto.

Para Pere, ese gran chef, el de las estrellas, era el más fácil de seguir, había salido en tantos reportajes e incluso en alguna revista del corazón, por lo que ya sabía, de entrada dónde vivía. Era una casa restaurada en un pueblo residencial a diez minutos de la ciudad, que compartía con una famosa modelo medio mulata. No necesitó perder el tiempo robando coches ni haciendo peligrosas persecuciones, ese tipo vivía en una constante exhibición ante los medios. Tuvo bastante con seguirlo la primera vez, con una moto legalmente alquilada, hasta el restaurante, situado en una privilegiada colina donde, por una vez, algo de bosque había ganado al asfalto. La segunda vez lo esperó delante de los estudios de la emisora, para ver a qué hora aparecía por ahí.

Y, muy lentamente, demasiado, llegó el día de la gran cena y del gran despilfarro, entre taxis, propinas, vinos y menú-degustación, ya podía ir preparando unas treinta mil pesetas, en euros, ni idea; al menos esa vez no tendría que disfrazarse, bastaría con la camisa blanca más moderna del armario y unos pantalones grises que Marina le regaló por su cumpleaños, los zapatos serían los de un rancio representante de productos japoneses que mató a un cocinero en un hotel de lujo.

Se miró al espejo y se encontró más joven, gracias a la ropa y a ese fuerte sol de julio que bronceaba sin pedir permiso. Lamentó que su querida vecina hubiese ido a la casa de la playa de uno de sus hijos, aunque, bien mirado, no hubiera podido decirle a dónde iba. Decidió que cuando todo eso acabase, la invitaría a uno de esos restaurantes del puerto, de los que a base de impuestos y tasas habían montado unas terrazas gigantescas que casi impedían el paso de los peatones. Pere las criticó desde el primer día pero a lo mejor, por otro lado, degustando unas navajas a la plancha, unas almejas a la marinera y un arroz negro, lo veía de otra forma. Llamó a un taxi y, sin querer, empezó a ponerse nervioso, y eso que esa noche sólo era para conocer a la cocina y a su autor. Le asaltaba una duda inoportuna. ¿Y si Angel Murés no salía al comedor?

Continuará...



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