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Cocinero en Serie (Capítulo Iii, 2ª Entrega)


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Jordi Gimeno

Los periódicos dan a Pere una grata noticia, su segunda víctima murió en el accidente. Otro crimen perfecto que las autoridades achacaron a una mezcla de drogas, alcohol y velocidad. Para el siguiente candidato, nuestro protagonista se apunta a un programa de vacaciones para jubilados. Así llega a un hotel de la costa especializado en el turismo de masas.



Esteban estaba contento de que el hotel hubiese confiado en él para llevar la cocina, no se quería ni imaginar cómo hubiera reaccionado si llegan a llamar a alguien de fuera para hacer de chef. Si veinte años ahí, los ocho últimos como segundo de cocina, no hubiesen sido suficientes, habría dimitido. A pesar de que rondaba los cincuenta, no le faltaban ofertas. Siempre recordaría el día que el director lo llamó al despacho para comunicarle su ascenso, se conocían desde pequeños y entre ellos había mucha confianza, pero el director se mostró solemne e incluso le habló de usted. Tan grande que era el hotel y tan difícil que era guardar un secreto, que lentos que pasaron los últimos seis meses hasta que el señor Josep se jubiló, que despacio pasaba el tiempo; ya no era una cuestión de dinero, que también lo era, sobretodo era el prestigio que el cargo comportaba y la cierta mejoría social para la familia de cara al pueblo, que cada vez era más ciudad.

Esteban se quejó del ruido y las maneras de ese grupo de jubilados que acababa de llegar, pero estaba eufórico dando órdenes a la brigada, la formaban cinco pero sobraban para su ego. La Teresa, encargada de vigilar el bufet durante el servicio, no paraba de reclamar más comida. Al grupo de tercera edad, había que añadir doscientos alemanes, un pequeño grupo holandés y un equipo de balonmano sueco; cuatrocientas bocas que lo tragaban todo y muy rápido. Mientras Teresa se alejaba cargada de comida, le miró el culo, era redondo y fuerte pero no le daría el golpecito que siempre le engatilló el señor Josep. Esteban quería ser mejor que él y dar un buen ejemplo. Para culos ya tenía a su mujer y a Manoli, una camarera de habitaciones del sur, con quién mantenía un idilio estacional desde hacía tres años.

Se escapaban un par de tardes al mes y compartían infidelidades en el espesor del bosque. El marido de ella trabajaba como jefe de mantenimiento en un céntrico hotel que solo abría con el buen tiempo. A Esteban le sentaba muy bien no verla en seis meses, esperarla le excitaba y de paso se podía concentrar en su mujer y sus dos hijos universitarios, hijos que sólo le daban disgustos y facturas. Ya eran más de las tres y María lo esperaba fuera para ir a comprar memeces para los dos chavales que vivían a cuerpo de rey en la capital; a pesar de las malas notas, su mujer le decía que estudiaban mucho pero él se olía que iría para largo. Anotó un par de cosas en la libreta de comandas i fue a cambiarse.

Pere comió rápido, se llevó una pera de la cesta de la fruta y rodeó el hotel buscando la cocina; tardó en encontrarla. Estaba detrás de la piscina y escondida por una hilera de cipreses. Cuatro ventanas medio abiertas renovaban el aire de esa cocina en el subsuelo. El entorno del hotel era un desierto en la sobremesa y nadie se fijó en aquél abuelo que espiaba a los cocineros. Cinco minutos fueron suficientes para ver quién era el jefe de cocina, la siguiente víctima. Ahora que ya había aprendido el oficio, atacaría el problema por arriba, de poder a poder.

De entrada no le cayó mal. No gritaba a los demás trabajadores, pedía las cosas con educación y de vez en cuando hacía alguna broma para disminuir la típica tensión del servicio, casi tenía su edad. Se apartó de la ventana y se dirigió al bar de la piscina. Desde la confortable hamaca podía oír el ensordecedor sonido del extractor, una música familiar que le acompañó durante cuarenta y cinco años, entre recuerdos se hicieron las tres menos cuarto, la hora de seguir a su elegido. Su instinto le dijo que el jefe de cocina saldría per recepción, pasando de la salida para el personal. No había terminado de leer la pizarra con las actividades del día cuando, con una sonrisa en los labios, su hombre pasó por su lado. Pasaron la tarde juntos de compras, conoció a su mujer, menuda y nerviosa. La pareja se detuvo en todas las tiendas de moda joven y Pere dedujo que tenían ojos.

Con prudencia y frialdad, Pere siguió con su tarea hasta que llegaron de nuevo al hotel y la pareja entro en un coche. Eran casi las cinco, Pere vio como se alejaban pero no hizo ninguna acción para seguirlos. Poco importaba si vivían en un piso pequeño o en una masia restaurada, si tenían dos niños o dos niñas. Ahora lo importante era concentrarse en la cocina y sus horarios porque era allí dónde quería matarlo. También deseaba, aunque iba aumentar el riesgo, ver los efectos de su acción. Mientras cenaba y fingía interés por lo que decían sus compañeros de mesa, no paraba de darle vueltas a lo mismo, cómo podía matar a alguién en una cocina siempre transitada. A pesar de la comodidad de su cama, esa noche no durmió bien.

Sintió un poco de asco ante el desayuno, perritos calientes, tomates al horno, mucho bacon, huevos fritos y pequeñas judías en salsa de tomate. Un desayuno muy mediterráneo. Buscó pan con tomate, no había, un croissant, tampoco y al final se conformó con un par de tostadas y una buena taza de mal café con leche. Se fue al bar de la esquina del hotel para terminar de desayunar como Dios manda. Por una relativa coincidencia, encontró a Esteban apurando una copa de coñac, lo vio relajado, en su salsa. Era el que más gritaba en esa improvisada tertulia futbolística, el joven camarero se los miraba aburrido sin intervenir en la conversación. Cuando faltaban cinco minutos para las nueve, el gran jefe emprendió la subida hacia el hotel. Alguien detrás suyo pagó la cuenta y prudentemente lo siguió. Esteban entró por recepción repartiendo buenos días y Pere se dirgió al exterior.

Pero ese no era su día, los animadores del hotel habían decidido organizar un campeonato de volleybol y desde la pista se podría ver claramente a un viejo inclinado mirando por las polvorientas ventanas que daban a la cocina. Se tuvo que conformar con un vistazo rápido, justo para ver a un solitario chaval cortando embutido frenéticamente. Se dirigió a recepción, se acomodó en un sofá y se cargó de paciencia, por enésima vez. A ver si el resto del personal entraba por ahí o por mercancías.

Continuará?



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