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Cocinero en Serie. Capítulo I (3ª Entrega)



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Jordi Gimeno

Pere en un simbólico y macabro homenaje a las mujeres y su papel en la cocina, escoge a una ama de casa como primera víctima. Del mercado la sigue hasta su casa, para terminar después en el ambulatorio, donde Rita espera una medicina para los golpes que le da su marido, sin imaginar que unos ojos la han seguido todo el rato.

Ilustración: Diego Mateos

En esos momentos de soledad acostumbraba a tener deseos de llamar a su hijo y contarle todo, pero dudaba que sirviera de algo. Aparte de destrozarle la figura paterna a Luis, solo conseguiría hacerle sufrir y para eso, ya bastaba con ella.

Le dijo a la enfermera que aparte de los antidepresivos habituales, el médico le recetase alguna cosa para el golpe que se había dado en la espalda mientras lavaba las persianas. Al cabo de una rato y con las recetas en la mano, se dirigió a la farmacia de al lado. Mientras se los empaquetaban pensó en el ignorante de su marido que no sabía que sin ese cóctel de fármacos sería incapaz de levantarse cada día y hacer como si nada.

Esa noche tardó más de la cuenta en volver, lo hacía una vez por semana, en días distintos para disimular, pero Rita sabía que estaba con las prostitutas que poblaban algunas zonas de la ciudad así que anochecía. A ella tanto le daba y encima podía estar segura de que esa noche no la tocaría, en ningún sentido.

Pere decidió volver a la pensión a eso de las nueve, aún desconocía el piso dónde vivía pero no dudaba que el sábado o el domingo lo descubriría.
No le gustaba la habitación dónde vivía pero al menos estaba en el barrio viejo que le vio nacer y que sin duda le vería morir. No había cenado ni pensaba hacerlo, la paga de prejubilado sólo le permitía comer bien una vez al día, se autoengañaba con que el estómago se le había hecho pequeño con los años.

Madrugó como cuando trabajaba y antes de las siete ya estaba delante de la puerta de su futura víctima, pero ella no se asomó en ningún momento y al cabo de tres horas Pere decidió volver a casa, si a eso se le podía llamar casa.



El domingo ya tuvo otra suerte, no llevaba ni veinte minutos esperando cuando la señora, acompañada de un hombre decidió salir a la calle, los dos iban muy arreglados, una costumbre que Pere abandonó tiempo atrás.

Ese hombre no le causó ninguna buena impresión, se le veía malhumorado y esa barriga inmensa le hacia caminar de una forma pesada y repugnante, un balanceo nada agradable de mirar; ella estaba más atractiva que el día que la escogió, pero el gesto de tristeza que inundaba su cara no lo escondía ni el mejor maquillaje francés.

A Pere le tranquilizó ver que no tenían hijos o que ya no vivían en la casa, cuando se detuvieron delante de un taxi aparcado, la tranquilidad se tornó alegría. La mujer de un taxista, con el odio que les profesaba desde los tiempos en que circulaba con la Guzzi por la ciudad, para él eran más peligrosos que las antiguas vías del tranvía mojadas.

Pere no disponía de vehículo y por lo tanto allí mismo les perdería la pista, pero el coche se detuvo unos cien metros más abajo, delante de una pastelería, las cansadas piernas del jubilado volaron hasta el escaparate, había bastante cola y tuvo tiempo de recuperar el aliento y espiarlos atentamente. A través del escaparate notó que apenas se hablaban y que tampoco iban cogidos del brazo. Si un hombre solitario como Pere hubiese tenido una mujer en algún momento de su vida, seguro que no la hubiera tratado así, Pere era cariñoso pero casi nadie se dio cuenta durante sesenta años.

Escogieron un ?tortell? de mazapán y al salir una sombra se refugió en la esquina, volvieron al coche y siguieron su camino, sin duda les esperaba una típica comida familiar de domingo.

Pere se quedó mirando cómo se alejaba el coche mientras en su interior alimentaba un odio que no atendía a razones, si saldría bien o mal no estaba seguro, pero no se echaría atrás, ya era demasiado tarde, para él y para sus víctimas.

Continuará...


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