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Cocinero en Serie. Capítulo I (4ª Entrega)


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Jordi Gimeno

Pere ya ha descubierto la profesión del marido del ama de casa que escogió al azar en un mercado, lo que desconoce es que el taxista maltrata a su mujer aunque el domingo que los sigue hasta una pastelería nota algo raro entre los dos, una frialdad que el solitario friegaplatos no acaba de comprender. La pareja se aleja en taxi mientras Pere se queda alimentando su odio.



A la mañana siguiente, muy temprano, ya estaba delante del bloque esperando, ansioso por conocer los hábitos del taxista con cara de tener una úlcera de estómago. Aguardó dos largas horas porque no fue hasta las ocho que el hombre sacó la cabeza a la calle. Pere paladeó su tercer café y siguió esperando pero aquella mañana la mujer no salió, como buena ama de casa sabía que los lunes eran nefastos para ir a comprar, pescaderías cerradas y restos del sábado en las carnicerías.


Mató el tiempo jugando a las cartas con un par de jubilados que lo invitaron a sentarse en su mesa, se inventó un nuevo nombre, un nuevo origen y un hijo al que había venido a visitar desde un pueblo tan lejano que ni existía en los mapas. Mientras hacía una solitaria digestión, vio al taxi del marido dando vueltas a la búsqueda de un sitio dónde aparcar, salió del bar y lo esperó cerca de la puerta de su casa con la intención de entrar juntos al edificio. Cinco minutos tardó el hombre en poner la llave en la cerradura y un instante después, como si fuera una casualidad, alguien entró con él.

ilustraciones: Diego Mateos

Camino del ascensor intercambiaron unos breves y malpronunciados saludos, Pere tuvo que contener los ojos y las ganas de mirarlo directamente, no hablaron más y nadie tosió, cada uno marcó una planta y educadamente se despidieron en la número doce. Antes de que la puertas se cerraran Pere pudo ver al hombre encarando un piso.


Cuando salió a la planta quince estaba desbordado por la emoción, tanto que bajó por las escaleras con la energía de un adolescente. Ya en la entrada y casi sin aliento, identificó el piso y los nombres, se llamaban José Peral Casas y Rita Lledoner de Peral. Rita, un buen nombre para un trágico final, pensó mientras se iba a casa.


A las diez de la noche volvía a estar delante del edificio, en cinco minutos se coló dentro con un chico que venía del gimnasio. De nuevo en la planta doce se acercó sigiliosamente a la puerta número ocho, afortunadamente su ridículo grosor permitía escuchar todas las sílabas.
Y para gruesa, la sorpresa que se llevó Pere al oír los gritos. José gritaba como un loco mientras ella sollozaba. A pesar de la cara de mala uva nunca hubiera imaginado que fuera de los que pegaban a la mujer, aún le haría un favor a su Rita. A medianoche, harto del espectáculo, volvió a la pensión.



El martes la volvió a esperar y fueron juntos de compras, solo que ella no se dio cuenta. El plan era conseguir las llaves y hacer una copia, fácil para un carterista, harto complicado para un friegaplatos prejubilado. Debía ser una acción limpia e impune porque si lo pillaban ya podía ir buscándose otra víctima. Pere no tenía antecedentes y apenas pasaría unas horas en comisaría pero debería volver a empezar de cero.

En la tercera tienda llegó el momento justo de actuar, era un pequeño comercio de legumbres, tanto que tres clientes lo llenaban a rebosar y Rita era la cuarta. La mujer introdujo medio cuerpo para pedir tanda y como el escalón era muy alto el carrito rosa chillón quedó unos segundos en la acera, Rita lo sujetaba fuertemente pero su atención estaba en descubrir quién era la última de la tanda.

Pere sabía perfectamente que en su interior, encima de la lechuga, reposaba el monedero con el manojo de llaves, muy discretamente y de espaldas a la tienda palpó el carro y con una rapidez que le sorprendió a él mismo, introdujo la mano por un costado, todo iba demasiado bien y el corazón tuvo que empezar a latir como si quisiera salirse de la órbita torácica.

Los dedos notaron el monedero y con un poquito de fuerza lo sacó, un segundo después Rita tiró del carro y sus ruedecillas rozaron a Pere, pero nadie vio nada, sólo sus latidos parecían emperrados en taparle los oídos.

Salió zumbando de una forma muy poco discreta y se fue directo a hacer unas copias. Mientras esperaba, aprovechó para examinar el monedero. El DNI, dos fotos de un jovencito que se parecía demasiado al taxista, unas tres mil pesetas y muchos vales descuento, su curiosidad quería más pero se alegró de dejar sólo a un huérfano.



Depositó el monedero y las llaves en su buzón pero tomó el dinero y los vales para que pareciese obra de un vulgar delincuente común, al fin y al cabo en eso iba a convertirse en el crepúsculo de su vida, aunque su venganza contra el mundo no tenía nada de común...

Continuará...



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