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La Fruta de Oro


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Manolo Gil



El otoño es la estación de los membrillos: las manzanas de oro de Virgilio, las frutas que perfuman la casa lorquiana de Mariana Pineda; el olor de los baúles, de la ropa limpia guardada en los armarios de antaño. Cuando ya nada subsiste de un pasado, el olor y el sabor, como dice Marcel Proust, perduran y soportan sin doblegarse el enorme edificio del recuerdo. Y al igual que la magdalena mojada en la taza de té le hacía rememorar al autor de "À la recherche du temps perdu" paisajes y personas largamente olvidadas, el olor del membrillo me trae recuerdos de infancia, de paraísos perdidos en cada otoño con el olor fresco de la fruta y los vapores nostálgicos del almíbar: mi madre faenando en la cocina con grandes cazuelas donde cocía el membrillo y donde, como una alquimista, mezclaba sabiamente las proporciones de azúcar con los toques de corteza de limón; después venía la larga espera en platos de porcelana, oreándose, secándose, adquiriendo un dulce rigor mortis de meriendas y golosinas. Ni quiero ni debo sobrevivir a Proust.



De la muerte, la vida; de la escatología se genera toda una concepción cultural, cosmogónica donde las palabras son algo más que conceptos. En este devenir de olores y sabores, de recetas y recuerdos edípicos, de palabras, siempre me ha llamado la atención que al membrillo se le nombre carne de membrillo, un apelativo con mayor rotundidad que el prosaico dulce de membrillo. Más vital, pero sin llegar a la magnificencia del codonyat de los territorios que pertenecían a la Antigua Corona de Aragón: una palabra femenina, reproductora, sexual; eufemismo para nombrar el sexo de la mujer donde tanto vale codonyat o codoñate como hipérbole de la capacidad generadora de vida, de carne.
El filósofo Henri Bergson ya apuntó que la influencia del lenguaje sobre la sensación es mucho más profunda de lo que generalmente se piensa. No sólo nos sugestionamos sobre la inmutabilidad de nuestras sensaciones, sino que el lenguaje nos engaña a veces sobre el carácter de la sensación experimentada; al degustar un plato, su nombre se interpone entre nuestra sensación y nuestra conciencia.
El otoño sigue siendo trasiego de cacerolas para muchas mujeres, entes nutricios en aquello de metamorfosear la fruta áspera y ácida en carne con sangre de azúcar. Mujeres desprendidas, dadivosas, que hacen codoñate y regalan platos y platos a sus amigos, porque el membrillo es señal de amistad. Así lo entendían los griegos que, además, lo consideraban símbolo del amor y la felicidad. Ellos fueron quienes lo sacaron de Persia, le dieron el nombre de Cydonia en homenaje a la ciudad cretense de Cydon; luego vendría el periplo mediterráneo y la mitología: se solía representar a la diosa Venus con un membrillo en la mano, regalo del dios Paris ? el subconsciente colectivo apunta un fondo de verdad tras las palabras -. Los romanos lo llamaron fruta del oro, mientras difundían la costumbre de darlo a comer a los recién casados antes de entrar al hogar como signo propiciatorio de suerte. Los árabes descubrieron sus propiedades medicinales: rico en mucílago que hace que resulte perfecto como regulador intestinal; en cosmética aún se utilizan sus pepitas para fabricar gomina. Pero aún hay más viajes. Sin dejar de ser un postre mediterráneo, cruzó el Atlántico y se convirtió casi en una seña de identidad para muchos países americanos: dulces y jaleas de membrillo en Argentina; en Chile y en Cuba; en México lo llaman membrillate e, incluso en fabrican un licor con él.
Para elaborar una carne de membrillo suave y fina se requiere paciencia y maestría: pelar la fruta, descorazonarla, hervirla dos veces, picarla y tamizarla; tener duende para las proporciones, esa mitad y mitad popular que precisa mayor pericia que el fiel de la balanza; elaborar el almíbar, hacer que suba la perla ? de nuevo las palabras, el símil, la metáfora -, algo que sólo se consigue con paciencia; y por último el movimiento, la rotación, la pujanza al añadir la pasta al almíbar, ese mover constante con una cuchara de madera, procurando que no tome un color ni demasiado rojizo ni demasiado oscuro. Y de nuevo la alquimia: se adquiere el punto cuando la cuchara está suelta, no preguntéis por qué. Comedlo cuando este seco, con pan y queso de oveja o de cabra.
El codonyat artesano valenciano es de gran calidad. Tiene fama el que se elabora en los pueblos de la Vall de Albaida, pero cualquiera que esté cuidado es bueno: en Aragón son fantásticos los del pueblo de La Codoñera, el topónimo como la nobleza, obliga; en Catalunya, los de la ribera del Llobregat. Sin embargo, como andamos melancólicos con los recuerdos, vayamos más al sur, a Puente Genil con esa carne de membrillo envasada en cajas de hojalata, cajas dulces donde después se guardaban los fotos y las cartas olvidadas; sólo falta una taza de té y una magdalena ? o un membrillo ?para renazcan del recuerdo.



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