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El Puchero Valenciano


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Manolo Gil



Ya que estas fechas son festivas, las de mayor comensalidad del año por aquello de la Navidad y la familia, he pensado contar dimes y diretes de la cocina navideña valenciana, rescatando alguna que otra anécdota y, cómo no están de más, alguna reflexión. El devenir del tiempo hace que se vayan perdiendo tradiciones, que nuestra cultura familiar se diluya. No es que me ataque la melancolia, al contrario. Siempre he pensado en el futuro con optimismo, pero como decía Pierre Vilar tenemos que conocer el pasado para comprender el presente, y éste es necesario para caminar hacia el futuro. No sé si me justifico, aunque en estos tiempos de mayor consumo, de cocineros semidioses, de demasiadas corrientes culinarias, no está de más echarle un vistazo a la cocina de casa, de conocer quiénes somos para saber adonde vamos, aunque aveces se desprecie por un ataque trivial, empacho de salubridad o excentricidad cultural, que de todo hay.
Nobleza obliga que hablemos del puchero, el plato valenciano festivo por excelencia antes que la paella lo desbancara hace menos de un siglo. Como decía Llorenç Milló, los valencianos de costa, acostumbrados a comer arroz todos los días ? caldosos casi siempre y con poca carne- guardaban las fiestas con un buen puchero. En el interior pasaba todo lo contrario: acostumbrados a la olla, la paella se hizo festiva. Pero tiempo habrá de hablar de ello.
El puchero valenciano es un plato exuberante, casi tan barroco como la fachada del palacio del Marqués de Dos Aguas; graso en los tiempos en que la carne era un símbolo de ostentación. En la huerta perdió el nombre de olla por el de puchero. Se castellanizó, aunque aveces también aparece el término cocido, más castizo y mesetario. Sin embargo, no debemos de olvidar que los franceses tienen un bouillon, aunque lo nuestro se parece más al potaufeu, a la potée flamande, al bollito italiano. Variaciones sobre un mismo tema, con los productos del terreno porque desde la noche de los tiempos, en la cultura que estudiemos, siempre hay una olla o un caldero donde se cuece la carne con hortalizas para hacer un buen caldo. El cous-cous o la res cocida que toman en México es más de lo mismo. Somos un planeta de cocidos o el mundo es cocido, que bien vale la comparación. Los valencianos, y por extensión todos los mediterráneos, aunque parezca lo contrario, somos gente de puchero. Leed a Josep Pla. Su carn d?olla y mi puchero son más que hermanos ? afortunadamente el paladar está por encima de la estrechez cultural que imponen los secesionismos lingüisticos que afectan a ciertos sectores de la sociedad valenciana-. Es de más verduras y menos garbanzos que el cocido madrileño; pero, sobretodo, de más embutidos: chorizo y morcillas, botifarra blanca, blanquet, aveces un paltrot ?una butifarra de asadura -. Elementos de cocina de converso, de exteriorizar lo que se come. Y la pilota. Sin duda, su componente más diferenciador, el que le une todavía más a la carn d?olla, porque sin ella, no hay puchero.
Aunque algunos piensen otra cosa, el puchero no es un plato rural. Es un plato urbano y menestral. Necesita de la garreta, de la carne de ternera. En muchos pueblos del interior valenciano la carne de res ha sido algo excepcional hasta hace bien pocos años. Pero hay más. Los fideos urbanizan, porque la sopa de un buen puchero tiene que ser con ellos. Aquí, al contrario que en otras latitudes mediterráneas, la pasta ha estado vinculada a los hábitos alimentarios de las ciudades. Aunque en las zonas rurales se conocía desde antiguo, era poco utilizada, tal vez por ser un producto foráneo y, por consiguiente, al saciar menos que otros alimentos, se le consideraba menos importante. A este lado del mar, entre el Cenia y el Segura, no había más pasta que las tortas cenceñas o tortas gazpacheras. A pesar de ello, en algunas comarcas valencianas de interior y hasta hace unos cincuenta años, se conocía al fideuero, un personaje casi tan singular como el que arreglaba los paraguas o afilaba los cuchillos. Cargado con su máquina de manivela recorría pueblos y aldeas; cuando llegaba a una localidad, se instalaba en un lugar soleado ?generalmente las eras- donde se le llevaba la pasta fresca para que la embutiera en su artilugio dentado e hiciera salir metros y metros de fideos que, en bucles, se oreaban al sol. Una vez secos, se guardaban para períodos de desgana e inapetencia. Hasta hace medio siglo la mayor parte del mundo estaba sin pasta, de sémola claro.
Pero aún quedan cosas, porque el puchero es un plato de platos. Es como una marmita mágica, casi tanto como la de Asterix y Obelix. De ella no sólo sale la sopa, la carne y las verduras, sino también el rossejat ? arroz al horno hecho con las sobras- y, si hay más sobras, se fríen con ajos o se hacen croquetas. O canelones. Con tanto garbanzo triturado, ¿quién se olvida del falafel del Líbano? El puchero se convierte así en el plato matriarcal por excelencia; guiso familiar, reflejo de economías, solvente y aprovechado, capaz de aunar lo festivo y lo cotidiano. Casi cosmogónico. Ningún otro plato es capaz de adquirir tal dimensión. Eso por no hablar desde el punto de vista dietético: el Dr. Grande Covián siempre lo calificó de completo.
La olla, siendo también matriarcal y femenina, es otra cosa. Durante siglos fue el plato rural básico con su carnero, cerdo y embutidos, nabos y hortalizas, cardos, patatas, alubias y garbanzos. Pluralidad de elementos, siempre con algo común y con algo diferente para todas las comarcas valencianas: olla de cardo, olla xurra, ollica, olla de la Plana, olla de recapte, olleta de músic, escudella. Mil nombres para un sólo plato. Aquí ni hay fideos ni hay ternera. Sólo lo graso, aunque también hay olla de ayuno, sin carne y con hortalizas.
Y en el fondo, dos recipientes y dos elementos. La olla y el barro, el primitivismo, lo atávico, la ruralidad, la montaña; el hierro y el puchero, nuevas culturas, nuevas civilizaciones, la ciudad, el llano. Dos mundos contrapuestos en dos platos para comprender el universo, aunque hoy las contraposiciones van por otro lado.



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