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El Cuchillo, una Invención Iluminada (Parte Ii)


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Manuel Bolivar



Desde su aparición, el cuchillo logró establecer un rango y un lugar. Y junto al fuego, el habla y los números, formó parte de un poder primario y cautivante. Nada raro cuando desde su mismo origen estuvo vinculado a la idea de lo divino, tal vez por su linaje metálico. Es probable que mereciera unas notas en un breve tratado de Oswald Spengler, El Hombre y la técnica, publicado a principios del siglo XX. Si en la época medieval (en su forma tan artesanal y práctica) alcanzó grados épicos en algunas batallas, o en memorables duelos; no menos cierto es que su presencia marcó un litigio que dejó al descubierto sentimientos muy profundos del hombre, y que no culminaron allí.

Este instrumento pasó a muchas culturas y durante su evolución se unió a materiales tan diversos, como el hueso o el marfil, el cobre, el bronce y la plata. Y hasta el mismo oro no detuvo su paso y ganó respeto entre nobles y guerreros, monarcas y artistas. Y para muestra de su aceptación en variadas disciplinas humanísticas, nos sirven sus rastros en la literatura, el drama o la pintura, por decir algo. Aun cuando traía extrañas virtudes desde la época de los fenicios y cartagineses.

El gran Vincent Van Gogh, por ejemplo, en unas de sus obras, una naturaleza muerta, pintada en París (1886), (y que hoy pertenece a la colección del museo que lleva su nombre en la ciudad de Ámsterdam) lo plasmó silencioso junto a una botella de vino, el queso y el pan; conjunto de elementos fieles que aún definen la dieta de muchas comunas y comarcanos. Otros de sus contemporáneos, lo miraron como un utensilio en vagas degradaciones, que iban de una oscuridad inédita a una presencia moralista. Sin embargo, en otras geografías muy distantes, como la que dio vida a la imaginación de uno de los más grandes escritores de los últimos tiempos, Jorge Luis Borges, sirviendo como catalizador para reflejar un coraje autóctono, (el de aquellos barrios y orillas porteñas) cobró una fuerza de identidad en las manos del señor Dahlmann, un personaje de su relato El Sur, quien en una acción última establece una extraña afinidad entre la esperanza, el filo de un cuchillo y el destino. Una extraordinaria narración acentuada por sus lecturas de viejos autores, que estaban dedicadas a "bandidos y forajidos argentinos" (1)*,



tal como se deduce de su propia autobiografía. El mismo genio argentino escribió una vez que el cuchillo era una extensión de la mano; una observación que guarda mucha relación con aquello que el propio Oswald Spengler definió muy bien en el capítulo tercero del libro antes mencionado, cuando afirmó que la mano había hecho al hombre. Y relata, que "pues el cuchillo no era solo una herramienta de matarifes, era en cualquier barrio, el arma del compadrito. Cada barrio padecía sus cuchilleros" (2)*. Y quien lo usaba con destreza, era un semidiós. Así que como arma se sumó a las leyendas coloquiales, tanto como la valentía, la milonga o el tango.

El paso del cuhillo por diversas culturas ocasionó interpretaciones diferentes, pero no hay duda de como se convirtió en un compañero muy útil, en instrumento de dominación y en objeto de naturaleza divina. Se sabe, que en algunas capitales del nuevo mundo, causó un revuelo en el siglo XIX, y acompañó a alegres comensales por pequeños picnic improvisados, donde su brillo moldeaba formas inusuales en la mantequilla. O cuando su acertada punta marcaba el lugar más jugoso de alguna pieza de cacería. Tan sólo faltaba ese ojo de un pintor oportuno, para grabar también aquellas escenas de nuestras nacientes urbes americanas. Se sabe, que desde muchos siglos atrás, mantiene un doble significado; aquel que ganó como agente socializador en el banquete o la mesa; y el que guarda escondido cuando se vincula al mundo de las pasiones más humanas.

El mismo Luis Buñuel, en sus apuntes convertidos en un bello libro llamado Mi último suspiro, cuenta cómo a partir de una narración de un sueño propio a Salvador Dalí, nació una película muy original del cine surrealista. Un chien andalou (1929). Una rara escena con una cuchilla de afeitar, pariente cercana del tan alabado o vilipendiado amigo, que rasgaba a un ojo. Y, por si fuera poco, se unió a una cantidad de otros elementos que compartían funciones tan diferentes en la mente del artista, y cuya extraña combinación lo integró a la escuela del mismo nombre. También Román Polanski lo elevó a categorías insospechadas como médula de un libreto, cuando filmó en 1961 su primer largometraje, El cuchillo en el agua, una especie de thriller basado en los poderes ocultos de la claustrofobia, donde obtuvo una brillante actuación el maestro de actores, León Niemczy, muerto en el 2006.

Todo cuchillo está compuesto de una hoja filosa y de un mango, que varía en su elaboración de acuerdo a algunas civilizaciones. Así como su forma y tamaño. Se trata, en realidad, de una familia muy larga, que compite con parientes cercanos y lejanos, como la farga, la daga o la espada. Este utensilio, que es mejorado y perfeccionado en el tiempo, encerraba tantos secretos como el nombre de las ciudades mismas. Así que colgado en la cintura del caballero, traía grabadas las crónicas de encuentros fulminantes o la secreta captura de un pañuelo olvidado por una bella dama. Estas últimas ayudaron con su gracia a reducir, en parte, el uso tan deplorable del cuchillo, tanto que un poeta como Girault de Bornelh, maestro de los trovadores, eclipsado por el amor, aseguraba: "no temo que lanza o dardo, acero o hierro, me causen daño". Y así, hasta nuestros días, el cuchillo manifiesta una solemnidad en la mesa, donde sabe ocupar su meritorio lugar, compartido con el tenedor y la cuchara, la servilleta y el pan.

*(1) Jorge Luis Borges, Autobiografía. Editorial El Ateneo. 1999, Buenos Aires, Pág. 26
*(2) Jorge Luis Borges, El idioma de los argentinos, Biblioteca Borges, Alianza Editorial, Pág. 106



Ver El cuchillo (I parte)



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