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Giovanna y los sudores



Media docena de narices recorrían su cuerpo escudriñando hasta en los más secretos pliegues; narices romas aleteaban entre sus axilas, otras, más afiladas, deslizaban sus vértices hasta sus ingles para subir luego hacia el ombligo y pararse en un frenético aleteo. Giovanna se sometía, dos sesiones diarias, a los apéndices nasales de expertos perfumistas que se esforzaban por encontrar los secretos de las más ignotas esencias que emanaban de su cuerpo tras haber ingerido cualquier alimento, ya crudo, ya cocinado.



Eminentes astrólogos atribuían tales emanaciones a que la muchacha naciera en noche de nieblas primaverales como fruto de la coyunda entre un portugués, fabricante de barricas de Oporto, y una gitana que se teñía el pelo con pimentón de Hungría; apenas la criatura emitió sus primeros berridos, el aire olía a miel de acacia y un gato egipcio lamió las patas de la cama. Quizá fuera, según anunció Fredo Chilosá, sobresaliente nigromante chipriota, por el capón trufado y las copas de Tokay con lo que se regodearon sus progenitores antes del fornicio.



La cuestión es que sus traspiraciones, abundantes y coloreadas, llamaron la atención de don Abdón, el cura de la parroquia, quien olió el aroma del pan con el que se nutren los querubines, durante el pase de un rosario al que era muy dada la gitana madre de Giovanna; la niña, que durante el oficio se sentaba en un reclinatorio que perteneciera a uno de los Sforza, empezó a segregar un líquido ebúrneo que se deslizaba, en finas gotas, por sus sonrosadas mejillas a las que se abalanzó el clérigo aplicando con fruición su rojiza protuberancia facial, avezada a los dulzones aromas de los vinos de Tarragona. El sacerdote entró en éxtasis y el suceso llegó a Roma. A partir de entonces los mayores husmeadores del Vaticano se dedicaron al cuidado y manutención de aquella niña que desprendía, cual tarro de esencias, aromas divinos, según palabras de maese Pierre d?Albí, alquimista y suministrador de sahumerios de la Curia Romana. Observaron los perfumeros que si Giovanna comía pasta de hígado de las más cuidadas ocas de las Landas extendidas en pan de trigo toscano, y bendecido por el Santo Padre, sus secreciones acuosas olían, tras las orejas, a tomillo y mirra y a heno recién cortado, entre sus incipientes pechos, si las acompañaba con una copita de moscatel de Alicante; los santiaguiños cocidos con laurel y los vinos blancos de las brumosas tierras miñotas del Marqués de Vizhoja, se convertían, en los pliegues de sus rodillas, en un líquido con reflejos azulados que recordaba los aromas del hinojo marino mediterráneo, antes de florecer.



Todos esos líquidos eran recogidos, con sumos miramientos, en ricos pebeteros de oro con incrustaciones de piedras preciosas y guardados por los incansables olfateadores en la cámara acorazada, contigua a las salas secretas del Museo Vaticano. De allí salieron las fragancias que utilizaron las grandes amantes de la historia; la diablesa Matilde, protagonista de la novela ?El monje?, de M. G. Lewis, que sedujo a un abate, disfrazada de novicia, esparciendo por sus pechos un ungüento en el que se diluyeron dos gotas del sudor que se produjo en la ingle de Giovanna tras haber mordido un muslo de pato lacado con clavo de las Molucas o la Carmen de Merimé y tantas otras,
Uno de mis ancestros pudo oler a Giovanna; bueno, no la olió, aquel aciago día la muchacha ayunó.


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Albert

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