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La tradición celta de Samhain

La Tarta de Zanahoria Irlandesa: el Pastel Típico de Halloween



Mi tarta de zanahoria, retuneada y basada en la originaria de Delia Smith, une de las mejores cocineras del Reino Unido

Halloween, contracción del inglés All Hallow’s Eve (“Víspera de Todos los Santos”), también conocida como “Noche de Brujas” o “Noche de Difuntos”, tiene su origen en la antigua festividad celta del Samhain, que se remonta a unos 3.000 años atrás. Esta celebración señalaba el 31 de octubre como el final del verano y de la cosecha, e impregnada de un aire misterioso y sobrenatural: afirmaba que los muertos regresaban del otro mundo para reclamar ofrendas y dádivas, mientras los vivos podían encontrarse con ellos en un delicado y fascinante equilibrio entre lo natural y lo sobrenatural. En su forma original, esta noche fantasmagórica estaba dedicada al respeto a los espíritus de los difuntos, que visitaban los hogares, y para evitar ahuyentarlos y que no perturbaran a los vivos, se encendía una vela en la ventana por cada familiar fallecido. Con el paso de los siglos, los papas Gregorio III (731–741) y Gregorio IV (827–844) cristianizaron esta tradición pagana, transformándola en la festividad del Día de Todos los Santos, celebrada el 1 de noviembre.

Con el paso del tiempo, Halloween fue incorporando una amplia gama de nuevas actividades de tono lúgubre y festivo: el célebre “truco o trato”, las fiestas de disfraces, las hogueras, las historias de miedo, las casas encantadas y, actualmente, las películas de terror, que hoy forman parte inseparable del imaginario colectivo.

Originalmente, uno de los iconos de esta celebración, es el célebre truco o trato (del inglés trick or treat) que tiene su raíz en una antigua leyenda celta, según la cual, en la noche de Samhain, no solo los espíritus de los difuntos vagaban por la tierra, sino también se les unían criaturas de todos los reinos espirituales. Este rito especialmente malévolo recorría los pueblos pronunciando las palabras “trick or treat” —“maldición o trato”—, exigiendo una ofrenda para no desatar su furia. Con el tiempo, esa superstición ancestral se transformó en el juego infantil que hoy conocemos, en el que los niños, disfrazados, recorren las calles pidiendo dulces con la fórmula “susto o golosina” o reclamando medio penique.

A propósito de esta festividad comenzó a gestarse una nueva escenografía hallowniana, en armonía con la cultura de los muertos, a los que se les añadían otros festejos frívolos. Y fueron precisamente los inmigrantes irlandeses los que difundieron la tradición de los Jack-o'-lanterns, calabazas talladas y huecas con una candela dentro, inspirada en la leyenda de “Jack el Tacaño, como símbolo por excelencia de Halloween, y su origen se remonta a una vieja leyenda irlandesa sobre un hombre apodado Stingy Jack (“Jack el Tacaño”) o Jack-o’-Lantern (“Jack el Linterna”). Esta historia de Jack es profundamente irlandesa en espíritu, y por consiguiente cargada del típico humor negro de un pueblo que sabe reírse de la muerte y hasta de sus propios castigos eternos.  

En esta leyenda se cuenta que Jack, un campesino pendenciero y avaro, más amigo de la taberna que del trabajo, una noche tuvo la desgracia —o la suerte— de encontrarse con el Diablo en una posada. Jack, que no era tonto, aunque sí bastante ruin, le pidió al Diablo un último trago antes de marchar al infierno. El Diablo, curioso y hasta complacido por la audacia del mortal, accedió y se transformó en una moneda para pagar la ronda. Pero Jack, más rápido que el arrepentimiento, guardó la moneda en su bolsillo junto a una cruz de plata, y con ello dejó al Príncipe de las Tinieblas atrapado como un gato en un saco.

El Diablo, desesperado y humillado, suplicó su libertad, y Jack, con el descaro de quien negocia con ventaja, le hizo prometer que no reclamaría su alma durante diez años. El trato quedó sellado, y Jack se fue a casa tambaleándose de orgullo… y de whisky.

Pasada una década, el Diablo volvió, esta vez con menos paciencia y más rencor. Pero Jack, incorregible, le pidió una última manzana antes del viaje eterno. El Diablo subió al árbol, y Jack, veloz, grabó una cruz en el tronco, dejándolo otra vez prisionero. El pobre demonio ya no sabía si temer a Dios o al irlandés. Al final, prometió no reclamar jamás su alma, con tal de librarse de aquel bribón.

Cuando Jack murió, se presentó alegremente en las puertas del Cielo, pero San Pedro lo despachó sin ceremonia alguna: los tramposos no eran bienvenidos allí. Así que Jack bajó al Infierno, confiando en la vieja promesa del Diablo. Pero el Maligno, fiel a su palabra por primera y única vez, lo rechazó también.

—“¿Y ahora qué hago?” —preguntó Jack.
“Vuelve por donde viniste”, respondió el Diablo con una sonrisa cruel.

—“Y llévate esto para alumbrar el camino”, lanzándole una ascua encendida, que Jack colocó dentro de un nabo ahuecado para protegerla del viento. Desde entonces, vaga por la oscuridad con su linterna eterna, buscando un lugar donde descansar y maldiciendo el día en que intentó ser más listo que el Diablo. (Desde luego no se puede cuestionar que Jack era un tipo inteligente, trapacero y astuto).

Durante el siglo XIX, los irlandeses llevaron consigo esta tradición a América, mientras huían de la gran hambruna de la patata que asoló su país. Su equipaje era humilde, pero su herencia era rica en costumbres, mitos y leyendas, que pronto echarían raíces en el Nuevo Mundo. Con el paso del tiempo, esas antiguas creencias celtas se mezclaron con las tradiciones locales, dando origen a nuevas formas de celebrar la víspera de Todos los Santos.

La primera celebración comunitaria de Halloween en Estados Unidos tuvo lugar en 1920, en la ciudad de Anoka, Minnesota, conocida hoy como la Capital Mundial de Halloween. Aquel año, los vecinos organizaron un desfile y una fiesta pública para poner fin a las bromas pesadas y travesuras que solían acompañar la fecha. El éxito fue tal que la celebración se repitió año tras año, hasta convertirse en una costumbre nacional. Poco después, otros estados adoptaron la festividad, cuya popularidad creció rápidamente, y hacia la década de 1970 Halloween ya se había extendido ampliamente a los Estados Unidos y a Canadá, y de nuevo regresó a su lugar de origen, Irlanda y al Reino Unido con un espíritu renovado, teñido de teatralidad y de un aire entre festivo y macabro. En América, el nabo tradicional fue sustituido por la calabaza, más abundante y fácil de tallar, que pronto se convirtió en su emblema más reconocible. Los niños comenzaron a disfrazarse de fantasmas, brujas, momias y calaveras para recorrer las calles en busca de dulces y pequeñas dádivas —el célebre Trick or Treat—, manteniendo viva la idea de un pacto simbólico entre los vivos y los muertos, una tradición antigua que, bajo su apariencia inocente, sigue recordando que la frontera entre ambos mundos puede, por una noche, volverse indistinta.

Sin embargo, con el paso de los años, aquella noche cargada de misterio ancestral se fue desdibujando entre luces de neón, envoltorios de plástico y máscaras de supermercado. Lo que un día fue un rito de respeto y temor sagrado hacia los difuntos se ha convertido en un carnaval de consumo, donde el miedo es de utilería y lo extraordinario se ha rendido ante el marketing —no olvidemos que el siglo XX fue, ante todo, “el siglo de la publicidad”.

Así, el antiguo Samhain, que evocaba la frontera entre la vida y la muerte, ha terminado convertido en un desfile de banalidades, selfies y telarañas de gomaespuma: la más perfecta vulgaridad del Halloween actual. Una historia perfectamente irlandesa: un pícaro que engaña al Diablo, un Diablo que cumple su palabra, y un final donde nadie gana… pero todos se ríen.

La comida de Halloween

Como en tantas otras festividades, paganas y cristianas, en Halloween es tradicional preparar comidas especiales. Entre las más populares destacan la sopa de calabaza y la tarta de zanahoria. Esta última ha quedado establecida, por derecho propio, como el plato fetiche de esta festividad.

“La tarta de zanahoria”, mire usted, es de mis preferidas. No la conocí de chica, no señor. La probé ya de moza, cuando anduve por Inglaterra, allá por los sesenta. En esos años, el Halloween era cosa sencilla, nada que ver con lo que hay ahora.

Los niños se vestían con harapos, lo que hubiera a mano: una sábana vieja, una careta de cartón, cuatro remiendos mal puestos. Salían a la calle en grupos, cantando eso de trick or treat, esperando que les dieran medio penique o un caramelo duro. Y ya. No había luces, ni calabazas brillantes, ni adornos de tienda. Solo aquel aire frío de otoño y la risa de los chicos corriendo de casa en casa. Era una fiesta pobretona, pero con alma. (Me hacía pensar en La Candelaria de mi pueblo, cuando salíamos con las carracas, haciendo ruido solo por el gusto de hacerlo. Todo era humilde, pero bonito. Sin artificios, sin mentiras. Así eran las cosas antes).

Sin embargo, la tarta de zanahoria me resultó desde el primer momento entrañable y hogareña, de esas que perfuman la casa con nostalgia y ternura: su sabor exquisito parecía preservar el sabor de aquel Halloween sencillo y genuino que la modernidad había comenzado a difuminar. Durante años me prometí solemnemente que, pasara lo que pasara, encontraría “la receta ideal” de esta tarde.

Existen infinidad de versiones de esta tarta: desde aquellas que muestran, sin pudor, la zanahoria triturada —con un tono naranja artificial y un aspecto seco y tristón— hasta la auténtica de origen irlandés, en la que la zanahoria desaparece por completo y solo queda un pastel oscuro, húmedo y suculento, coronado por una cobertura blanca y aterciopelada que invita al primer bocado. En lo estético, ese contraste entre la blancura de la crema y el interior amarronado del bizcocho resulta de gran belleza.

Este postre es una pequeña joya de la repostería, un refugio dulce que promete calidez en las noches frías, y ciertamente, un instante de consuelo frente a cualquier sombra.

Sin embargo, no era fácil encontrar una buena receta, y menos aún en España. Sin embargo, en mi etapa universitaria, siempre pude disfrutarla —acompañada de una nice cup of tea— en una pequeña tea house en Madrid, llamada Living in London, en la calle Santa Engracia, al más puro estilo british. Aquella tarta era espectacular, aunque, si me permitís la inmodestia, creo que la mía actual es… insuperable.

La sorpresa definitiva llegó de la mano de Delia Smith, esa cocinera inglesa a la que tanto admiro: maestra de la precisión y del buen gusto, y un día no muy lejano me sorprendió con una versión televisada de esta delicatesen, que pronto repliqué con gran éxito. Como era de esperar su receta, como todas las suyas, resultó absolutamente fiable y en consecuencia el resultado de la mía fue sencillamente espectacular. Desde entonces, propios y extraños la consideran un buque insignia de la repostería, un pequeño tesoro capaz de transformar cualquier merienda en un ritual de calma y alegría, y de convertir la cocina en un refugio frente a los fantasmas de la noche de Halloween.

Y quizá en esta tarta resida el verdadero encanto de Halloween: convertir lo macabro en hogareño, lo oscuro en dulce, lo que antes fue rito de miedo en un pequeño banquete de ternura. Tal vez Jack el Tacaño siga vagando con su linterna por la noche, pero en nuestras cocinas las luces son más cálidas: huelen a canela, a multitud de especias y a pastel recién horneado.

Claramente, Halloween ya no es solo una noche de espíritus: es también una excusa para encender el horno, compartir un pedazo de tarta y reconciliarse —entre risas y migas de bizcocho— con todos los fantasmas, reales o imaginarios, que nos acompañan cada año por estas fechas.

N.B. Quiero, como en otras ocasiones, advertir al lector que la receta completa de esta tarta está detalladamente explicada e ilustrada en mi libro electrónico, REPOSTERÍA CLÁSICA (+1.000 fotos), con más de 500 págs., y al precio módico de 9,90 EU. (Este es el vínculo de su información: https://www.amazon.es/REPOSTER%C3%8DA-CL%C3%81SICA-EXPLICADA-ELABORACI%C3%93N-CULINARIAS-ebook/dp/B01KHRCHSS, por si queréis informaros o comprarlo). Reitero que las fotografías de las recetas que acompañan los pasos de su elaboración, os ayudarán de manera definitiva no sólo a su comprensión sino a conseguir una fiabilidad asegurada.


Carmen Pérez Basanta




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