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Cocinero en Serie (Capítulo Iii, 6ª Entrega)


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Jordi Gimeno

La policía ha tomado el hotel y prosigue sin éxito las investigaciones para esclarecer el extraño asesinato del jefe de cocina. Pere ha vuelto a salir victorioso y disfruta en silencio las consecuencias de su crimen. Pol, el policía, se queda en el hotel a la espera de una pista que no llega. El final del capítulo nos traerá, como de costumbre, una tapa del pasado de Pere



El director seguía hablando pero Pol prefería pensar en todos esos domingos en que su familia salía de excursión con el viejo coche familiar, un viejo vehículo que llegaba a todas partes, a todo restaurante que estuviese lo bastante lejos de la ciudad, si no lo estaba, el abuelo no venía. Una vez al mes era él quien pagaba las comidas y ese día todos sabían dónde iban. Comía deprisa, pedía la cuenta y, con una agilidad que no tenía en la urbe, se iba al bar del centro, allí jugaba al dominó con sus antiguos vecinos. Las siete de la tarde era la hora límite para recogerlo, costaba mucho arrancarlo de la silla, siempre se levantaba protestando y la espalda volvía a dolerle.

Ya eran las ocho de la tarde y en el hotel nadie había visto ni oído nada. Pol tendría que pasar allí los próximos cuatro o cinco días escuchando las teorías de todos los clientes aburridos y curiosos. Seguro que la mayoría no esperaba unas vacaciones con tantas emociones. Pol decidió que ya era bastante por hoy y decidió volver a casa, aunque nadie le esperaba. Tanta cocina le había abierto el apetito.
Pasó cuatro días procediendo a las investigaciones rutinarias; saber si alguien había abandonado el hotel súbitamente, hablar con los amigos de la víctima, conocer a la esposa destrozada e intercambiar impresiones con la amante. Esta última, llorando, le juró que su marido no sabía nada y por lo tanto no podía ser el asesino, entre sollozos la dejó en la habitación que limpiaba. Un par de agentes fueron al hotel del marido y, después de hablar con el director y un par de verificaciones, comprobaron que el tipo estaba limpio. No hizo falta ni interrogarlo, ése era el tacto de la nueva policía.

Después de tantas alocadas historias, Pol había perdido el tacto y la profesionalidad, estaba harto de todos los clientes y ansiaba que llegara la diáspora, con todos los testigos repartidos por media Europa el caso fuera archivado. Ese día llegó, y con él, la hora de volver a su despacho en comisaría. Se despidió de los intérpretes que colaboraron con él y del aún afectado personal del hotel. Para quedar bien les dijo que seguiría el caso muy de cerca pero el instinto le susurraba que eso no tenía solución. Por lo tanto, ya le había dedicado bastantes horas.

Con el tiempo, cuatro años exactamente, el encargado del café Astoria y Pere entablaron una buena amistad, por eso no dudó ni un segundo cuando le propuso ir con él a un nuevo hotel de lujo en la parte alta de la ciudad. Después de tantas tazas lavadas en el Astoria ya tocaba cambiar, el sueldo era el mismo pero trabajaría menos horas, o eso le dijeron. Cruzó el café por última vez, con el último sueldo en el bolsillo, su viejo amigo republicano ya no estaba. El dueño le dijo que podía volver cuando quisiera, Pere asintió pero sabía que no lo haría.

Hacía más de un año que vivía solo, en una habitación alquilada en casa de una viuda con los hijos ya mayores. La señora Gomis era muy amable y el precio que le cobraba, razonable; vivían con él Emili, un estudiante de medicina y José, un joven albañil forastero, los tres formaban el mejor equipo que Pere había visto nunca. Salían juntos a todas partes, se emborrachaban hasta caer y, sobretodo, reían mucho. Los días de fiesta solía comer con sus padres, pero cada vez le daba más pereza. Sabía qué comerían, de qué hablarían y de qué discutirían. Demasiada rutina para un chico que quería reir.

El hotel era impresionante, una torre modernista bien conservada de color café con leche. Lo habían citado allí a las ocho de la mañana, pero allí no había nadie, exceptuando dos albañiles ultimando detalles. Se distrajo viendo cómo trabajaban y pensó en José y se lo imaginó en un andamio cantando y echando piropos. De pronto llegó un gran coche negro que lo devolvió a la realidad. Un coche digno del dueño de un hotel como ése. Paco, el encargado que le consiguió la entrevista, ya le había hablado de él. Un hombre mayor pero soltero, de gran fortuna hecha en las Américas, un triunfador que al final de su vida había decidido volver a casa y para distraerse de tantas amantes, lujos y cabarets, se embarcaba en un proyecto sublime, su último hotel, el mejor.

Dos hombres salieron del coche, el chófer se quedó dentro, Pere se presentó al joven secretario y éste habló con el viejo. Se sintió observado por unos ojos de sabio. El diligente secretario le dijo que en dos semanas ya podría empezar a trabajar en la cocina que, a pesar de no abrir aún, trabajo no faltaría. Pere se despidió educadamente, se puso el sombrero y volvió, muy contento, a casa. El primer día de trabajo fue un espectáculo, albañiles y más albañiles, repartidores por las cuatro plantas, algún arquitecto perdido y peritos, muchos peritos. El joven Pere se quedó quieto en recepción sin saber a dónde ir, buscando con la mirada la cara amiga de Paco. No lo encontró pero finalmente se atrevió a preguntar a una chica que estaba barriendo cómo se iba a la cocina. Con una sonrisa que le enamoró, escaleras abajo, que no tenía pérdida, le dijo.

Era tan grande que uno se podía perder en ella, mucha cocina pero nadie vestido de cocinero y se acercó a un grupo de tres hombres vestidos de calle. El mayor de todos era el jefe de cocina, que con un inconfundible acento francés, le presentó a sus dos cocineros de confianza. Dos tipos delgados que pasaban de los treinta, dos tipos fríos que le dieron una bata y una escoba.

Los días pasaron y cada vez la cocina estaba más bonita, poco a poco los obreros dejaron paso a los cocineros. Dos días antes de abrir ya estaba todo en su sitio, como Pere en el fregadero esperando tener faena; demasiada tuvo, el dueño había previsto una gran fiesta con lo mejor de la sociedad, una muchedumbre que era observada por Pere cada vez que iba fuera a echar la basura, sobretodo le impresionaron las mujeres, que parecían salir de una película a todo color. Pere era un chaval que apenas sabía que existía toda esa gente, pensaba que en el tiempo en que le había tocado vivir, todo el mundo pasaba o había pasado hambre.

En la cocina todo eran nervios, esa noche era especial y el chef había doblado el personal, veinticinco corriendo por la cocina entre gritos, insultos y salsas. A pesar de todo, las bandejas no delataban el trepidante ritmo alrededor de los fogones. Ordenado, pulcro y elegante, así era todo lo que salía hacia la sala y el paladar de tan ilustres invitados; Pere iba como un rayo ya que en un abrir y cerrar de ojos se llenaba el fregadero de cazuelas y paellas. Ese día salió a las tres, reventado pero contento, soñando, mientras caminaba entre las adineradas torres, que las cosas le iban bien en el hotel. Caminó y soñó durante una hora, el tiempo que separaba dos mundos y dos barrios diferentes.



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