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El Triunfo de la Cocina Mediterránea



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José María Suárez Gallego

Académicos de la Andaluza de Gastronomía por Jaén, miembros de la Ponencia sobre el Aceite de Oliva

Es el gastrónomo a fin de cuentas aquel que hace de la buena mesa y la palabra dos amantes sempiternamente reconciliadas, pues con ambas sublima a la categoría de arte y pilar de la cultura la triste necesidad de tener que comer para vivir.

No es una casualidad de la Historia el feliz hecho de que fueran Grecia y Roma, respectivamente creadoras de la Filosofía y del Derecho, las que primero otorgaron patente de prestigio a una primera personalidad social culinaria, la del cocinero, capaz de hacer posible la reconciliación eterna del buen comer con la palabra. Justo es que nos paremos un instante a meditar, ahora que pretendemos hablar de cocina mediterránea, sobre la feliz coincidencia de que la Filosofía y el Derecho nacieran precisamente en los pueblos que supieron hacer de la parafernalia de reunirse a comer todo un arte.

Griegos y romanos conforman, junto a la influencia semita en las riberas del Mediterráneo, las patas culturales que sostienen las trébedes ?en muchos sitios de Andalucía las llamamos castizamente las estrebes, termino más relajado y menos redicho que el que nos oficializa la Real Academia Española- donde cuece desde hace siglos, y sigue cociendo a su amor, el puchero en el que se guisa y se avía la cocina mediterránea, que es tanto como decir el santo y seña y primer soporte de la cultura intercultural ?y no siempre bien avenida- del Mediterráneo.

El gran triunfo de la cocina mediterránea no ha sido sólo alumbrar en la cultura sajona, envuelta en el celofán y los colorines de unas muy bien organizadas campañas de marketing, todo hay que decirlo, las bondades de la dieta mediterránea, sino por el contrario, la culinaria del Mediterráneo sigue siendo el acicate reivindicativo por el que se sigue practicando una cultura que además de para alimentarnos tres veces al día, como Dios manda, y como ya reivindicaba también la cultura china hace tres milenios, lo hagamos nutricionalmente bien y, sobre todo, gozando de ello, a modo y manera de como muy bien hubiera podido expresar uno de los mejores gastrónomos de la gramática parda que cabalga por nuestra cultura popular, el bueno de Sancho Panza: ?Pues sepa vuesa merced, mi señor Don Quijote, que cosa bien triste es que sólo el hambre haga llenarnos la andorga, cuando también con buenas viandas pueden colmarse las entendederas sin renunciar al goce de ellas?. Y ése y no otro, apreciados grastronautas, es el triunfo de la cocina mediterránea, comer sano y con conocimiento, sin renunciar a los placeres -voluptuosos y hasta transgresores- del paladar.



Pero no todo ha sido fácil en la andadura de la cocina mediterránea desde que griegos y romanos, por un lado, y semitas por otro, pusieron a cocer juntos -no siempre en armonía- sus pucheros, sus cazuelas y sus tajines. La historia posterior al descubrimiento de la Filosofía y el Derecho nos traería, a partir del siglo III, el desplome del Imperio Romano, pero Atila y, por extensión, todas las hordas de la cultura que los pueblos invadidos llamaron bárbara, nos trajo la fusión de dos culturas culinarias antagónicas que ha dado lugar a lo que hoy conocemos como la cocina mediterránea que se cuece en el siglo en curso. La cultura latina, defensora del equilibrio entre viandas, y protectora del mundo vegetal surgido de la agricultura, y la cultura germánica que propugna el exceso alimentario y las viandas de la caza que nos provee el bosque.

Los latinos imaginaban el paraíso, el Edén, como un jardín con huerto exuberante de vegetales que, además de admirarse, podían comerse. Los bárbaros ?dicho sea en la acepción más pura de extranjeros de la época?, por su parte, habían hecho del bosque que no pudieron conquistar las legiones romanas, el escenario de sus mitos, repletos de carne y cerveza que se consumía sin moderación. El mundo latino buscaba la exquisitez partiendo del trigo, la vid y el olivo. El entorno germánico pensaba en un enorme jabalí dorándose a las brasas en pleno bosque del que podían comer sin parar con abundante cerveza, o vino sin aguar.

De estas dos formas de entender la culinaria surgió nuestra cocina occidental, estructurada durante la Edad Media y el Renacimiento. Nació lo que hemos dado en llamar nuestra cocina mediterránea: aquella que se basa en una diversidad alimentaria surgida de la hábil combinación y sabia mezcla de las viandas, con la conjunción de los vegetales del huerto del paraíso latino, y la carne del mítico bosque germánico, juntos y revueltos en amorosa e idílica coyunda.

La llegada de aquellos extranjeros del norte que el imperio decadente llamó bárbaros, hizo posible al fin y a la postre, que la herencia de la cocina romana se custodiara, sublimándose, en los conventos medievales junto al latín. ?In vino véritas? habremos de oír en los claustros monacales entre códices, lagares, oraciones de misacantanos y por qué no, entre eructos agradecidos de frailes goliardos.



El gran Carême, que fue en los comienzos del siglo XIX en Francia el cocinero de los reyes, al mismo tiempo que el rey de los cocineros, escribió a propósito del desmantelamiento por los bárbaros del norte de la cultura culinaria del Imperio Romano: "Cuando ya no hubo cocina en el mundo, tampoco hubo literatura, inteligencia elevada y rápida, ni inspiración, ni idea social". Fue entonces cuando la cocina se refugió en los conventos junto al latín del imperio caído, manteniéndose así hasta que no comenzó a presentirse el Renacimiento, momento en el que reyes y emperadores (nuestro Carlos V es un claro ejemplo) comenzaron a retirarse, en sus postreros años, a los conventos buscando a Dios entre los fogones, cuya divina presencia entre ellos ya nos aseguraba Santa Teresa entre éxtasis y éxtasis.

El paso de los siglos iría poniendo los refinamientos en la mesa. Los venecianos impondrían el tenedor, relegando al olvido la costumbre de pringarse las manos y chuparse los dedos, práctica a la cual y por fortuna, les confieso sinceramente, aún no hemos renunciado del todo.

Pero el pan, el vino y el aceite, en un afán de universalidad culinaria, no se quedaron ceñidos a la cuenca mediterránea, y aceptaron de buen agrado los frutos que vinieron de América. Qué hubiera sido de nuestras "pipirranas", de nuestros gazpachos, de nuestras salsas vinagretas, de nuestras ensaladas de verano, preludio de siestas en tiempos de siega y brindis al sol de botas de vino, sin el tomate, el pimiento y la patata que del Nuevo Mundo vinieron para descubrir los sabores de la Vieja Europa, del Mediterráneo antiguo, eternamente joven y nuevo.

Y también desde la extrema sencillez, el aceite de oliva virgen, sin más compañía que el ajo y la sal, ha hecho una patria común de sabores en el "all-i-oli", ingredientes que acrisolados en el cuenco del mortero de mármol o de loza, nunca de madera, ya se conociera en la vieja Roma, siendo desde entonces padre de todas las salsas, compañero reparador de carnes germanas y pescados mediterráneos, como nos viene a decir el viejo refrán coquinario: "A carne tiesa, salsa espesa".



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