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A Copa Quieta



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Mauro Alberto García


La revolución del gusto
En las postrimerías del fin del milenio, un nuevo canon del gusto para los vinos tintos ha sacralizado la juventud y colocado en los altares el color oscuro, los taninos grasos y la estructura rotunda. Se ha pasado en unos
pocos años del clasicismo más añejo a la modernidad más desafiante, de una manera un tanto brusca e irrespetuosa, que puede conducirnos a perder aquellos usos y costumbres que nos definen. Durante décadas se llevaron los
tintos criados largo tiempo en barricas usadas, con muchos meses de guarda en botella antes de comercializase, bien afinados- incluso algunos ya decrépitos en su salida al mercado-, y con características organolépticas diametralmente opuestas a las que hoy se estilan: colores atejados, poco extracto, taninos hiperpulidos, aromas terciarios sin apenas trazas de rasgos frutales... Este arquetipo fue moda en su tiempo y, aunque para muchos no es ni mucho menos el paradigma del tinto del siglo XXI, no deja
de ser esencial para la supervivencia de nuestra cultura gastronómica que subsista, como testimonio de una forma distinta de entender la enología, y de concebir y degustar el vino.
En oposición al clásico vino fino riojano que fuera mascarón de proa en el exterior, se iniciaron a mediados de los noventa movimientos en favor de una fruta más madura, un color morado y cubierto, y un tacto opulento. Las
corrientes que promovían estos conceptos se han consolidado y están ayudando a que el sector vitivinícola alcance su mayoría de edad: elaboradores, sumilleres, distribuidores, viticultores, periodistas y consumidores, colaborando en una revolución que ha afectado a todos los
niveles, desde la elaboración hasta la venta.



Se hacía imprescindible una reestructuración de nuestros viñedos, una clasificación de las uvas por variedades y pagos, y una implantación de criterios de madurez más fiables y precisos en la vendimia. Y han sido los
enólogos, quienes con la mirada puesta en California y Burdeos se han puesto manos a la obra en esta tarea, para extraer la auténtica expresión de sus uva con modernos métodos de vinificación, criterios de selección y
calidad, y menos manipulación. Como consecuencia de este avance, actualmente se producen en regiones muy diferentes de España, ya sea con Tempranillo, Garnacha, Cabernet, Merlot, Syrah, Monastrell o Cariñena vinos
concentrados y frutosos que aúnan equilibrio y elegancia y compiten sin complejos con consagrados Barolos, Pomeroles o Ródanos.
Los peligros de esta meteórica y, sin duda, positiva transformación del gusto se están empezando a manifestar a través de vinos desdibujados, sin alma, elaborados en serie, muy técnicos, que han visto anulada la impronta
de su terruño por unas elaboraciones que abusan de la extracción para no perder el carro de la moda y epatar a la crítica. En este aspecto la influencia de los prescriptores especializados es grande y no se puede negar el ascendiente que en el mercado tienen su opiniones. Ahora venden
los vinos densos, con mucha nariz, marcados por los aromas y los taninos del roble nuevo. Y en muchas bodegas se elabora a partir de este concreto perfil, que muchas veces no es más que una fachada deslumbrante de cartón
piedra. En esta tesitura, aumentan los riesgos de cansar y aburrir al aficionado con vinos idénticos entre sí, miméticos, donde el hombre, el suelo y el clima cada vez importan menos.
Se están olvidando los matices, el misterio, la paciencia, el placer de degustar vinos después de unas horas de decantación, con indescifrables aromas, delicadas notas de reducción y una excelsa armonía sostenida en taninos maduros que no se pierden con los años. Es como si las catas sólo buscasen el placer inmediato, y se fijasen exclusivamente en el presente.
Produce sorna leer o escuchar como se glorifican vinos recién embotellados que son "bombas aromáticas", "diamante sin pulir" y tienen un gran "futuro", garantía de longevidad y pretexto para un alto precio. Es curiosa
la paradoja, deslumbran los vinos potentes, exhuberantes, aún sin afinar del todo, porque ya se vislumbran en ellos cualidades de complejidad, madurez y profundidad que se supone aparecerán con el paso de los años; no obstante a los pocos meses ya nos hemos olvidado de ellos. En la mayoría de las ocasiones, el escaso número de botellas producidas y la perdida de memoria e interés con respecto a vinos que no sean de las últimas cosechas, nos privan de juzgar el efecto del tiempo en todos estos nuevos diseños.
Tal es la profusión de marcas en los últimos meses que todo lo que no es nuevo se vuelve antiguo. Son pocos los que siguen con coherencia su camino sin caer en querer estar a la última con un vino del milenio o un vino de
alta expresión. Siempre dando una vuelta de tuerca más, con la única lógica de la rentabilidad económica, apuntados a un estilo internacional que estandariza las elaboraciones, y sin capacidad para producir "algo" con identidad propia que ande con su propio paso al margen del gusto imperante.
Mucho es de temer que como sigan así las cosas, algunos "mitos" de los noventa caigan estrepitosamente y dejen de ser solicitados por un consumidor, cada vez más formado y con sus preferencias diáfanas. A la larga la carencia de criterios propios pasará factura. Mientras, queda el consuelo de saber que, gracias a la evolución del sector, se multiplican los proyectos en zonas que no son Ribera, Rioja o Priorato. Tradicionales viñedos son rescatados del olvido, variedades autóctonas son recuperadas, y recientes denominaciones de origen se hacen pujantes al mismo tiempo que inician su camino hacia la calidad de mano de profesionales que saben que
en el viñedo está la base de cualquier revolución.



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