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La Cocina Furtiva



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Francisco J. Aute

Carboneros

En nuestras sierras aún persisten una serie de personajes primordiales que se resisten a desaparecer como pastores, zagales, cabreros, carboneros y, la figura más conspicua de todas, el furtivo, frutos todos de la propia sierra con la que están enteramente asimilados. La vieja y sorda pugna entre furtivos y propietarios, aún hoy se desarrolla en los montes, cual secreta partida de ajedrez donde cada parte mueve en silencio sus piezas sobre un tablero de encinas y jarales.

En el medio campesino, donde todos fuimos furtivos alguna vez, el labrador, el pastor o el carbonero, no pueden entender cómo animales que vagan libres por el campo tengan ningún otro dueño que aquel que pueda ponerles la mano encima. La remota figura del señorito propietario de la tierra, casi siempre ausente, no es sino un personaje lejano que, por alguna carambola del destino, es él y no otro, ante la ley, el único detentador de la propiedad de la caza. Ni que decir tiene que para el carbonero arranchado en el monte, o el colono que cultiva unas fanegas de tierra en aparcería, casi siempre sitos en la frontera del hambre, la caza es el único recurso para mejorar su dieta perpetuamente escasa de proteínas y tal vez por eso la caza de pequeños animales fue tolerada en alguna medida por los amos. Toda suerte de cepos, lazos, redes, hurones y ligas fueron usados para llevar a la mesa una liebre con lenteja, en vinagre o en albondiguillas. Las palomas y pichones con arroz, rellenos, con higadillos o con tocino también tuvieron su lugar disputado por las perdices con alubias o escabechadas. Ni que decir tiene que un conejo desgarrao o en cabidela era tan apreciado como las codornices con pimientos o los zorzales en salsa. Y, para matar el gusanillo y hacer apetito, nada mejor que unos pajaritos fritos regados en vino y, hasta si no hay otra cosa, unos tordos albardados.


Señoritos monteando en las sierras de Córdoba hacia 1915
Pero el furtivo tradicional, es ante todo un perfecto conocedor de la naturaleza y de los animales y, por tanto, respetuoso con ellos. El impacto de sus acciones sobre la caza es realmente mínimo y su consecuencia más señalada es que, cada venado o cochino cazado por él, será una pieza menos que el señorito y sus amigos puedan abatir el día en que se montee su finca. El señorito puede pasar porque no estén muy claras las cuentas de la cosecha de aceitunas, o que a su pastor no le cuadren las cabezas de ganado, pero la caza mayor... no, eso sí que no, porque el ejercicio de la caza es uno de los más sólidos pilares y fundamento de su condición señoritil y por tanto el furtivo es necesariamente su bestia parda

Cuando la necesidad aprieta y su despensa está vacía el furtivo decide salir al monte, mejor por la noche si el tiempo es claro y la luna está llena. Una vez abatida la pieza, con ayuda de la navaja cabritera, nuestro hombre despellejará rápidamente al animal y, cortando desde la cruz hasta las ancas, extraerá hábilmente el lomo y los solomillos, separando paletas y jamones a los que quebrará las patas para ahorrar sitio en la mochila. Tras esta operación, que para un furtivo habilidoso raramente se alargará más allá de diez minutos, y abandonando el resto del ciervo a las alimañas, que también son de Dios, regresará a su punto de partida con más de veinticinco kilos de carne.

Si lo que se busca es un cochino jabalí, la táctica cambia, pues los jabalíes son gente de humor y temperamento variables, golosones y regalados y, como tales, poco dados a hábitos y rutinas pero que hacen gala de una extremada prudencia en su discurrir por el monte. Por su carácter errabundo, es difícil seguirle los pasos y la táctica del furtivo consistirá en atraerlo con artimañas hasta un sitio donde él pueda estar emboscado. Lo mejor es localizar entre la maleza alguna baña o charca donde el jabalí pueda acudir a encenagarse. Allí se derrama abundante gasoil y el jabalí, irresistiblemente atraído por el poder desparasitante del combustible, acudirá una y otra vez a revolcarse. Unos melones podridos, unas basuras y otras delicatessen dejados junto al gasoil harán que el jabalí, fino gourmet de la sierra, adquiera rápidamente la costumbre de acudir a diario a tan improvisado restaurante, hasta que finalmente, el furtivo, acechante en la maleza, acabe de un certero disparo con los días de vino y rosas de nuestro cochino montaraz.


Venado en salsa a la mode del furtivo
En descargo de furtivos y para solaz de gastrónomos montesinos, traemos aquí esta antiquísima receta originada en las rancherías de la sierra cordobesa y sevillana y afinada a través de generaciones de corcheros, pastores y furtivos, y que felizmente se ha preservado por tradición familiar en algunas localidades donde aún se puede conocer de primera mano el gusto agraz y sencillo de los calderos primitivos sobre fuegos de encina y jara.

A la carne de venado, por dura y montaraz, se le aplicará un corte a cuadros y se espumará abundantemente con fuego vivo. En el mismo agua y ya a fuego medio, se añadirá cebolla, ajo, laurel aceite crudo y sal al gusto. Se condimentará con tomillo, orégano, pimienta, comino y vino blanco y se la deja largo tiempo al fuego suave de las brasas. No incluimos las proporciones, porque entre furtivos y rancheros no se usaba de fórmulas de precisión y bastaba el buen ojo del gañán oficiante.



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