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Reflexiones Altoaragonesas


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Caius Apicius Cristino Álvarez
en memoria de nuestro colaborador y amigo



Madrid, 10 jul (EFE).- En tiempos en los que abunda el elogio a una cocina que a fuerza de ser sólo original corre el riesgo de convertirse en virtual, viene bien hacer de vez en cuando una inmersión en la que por oposición podríamos llamar cocina real, que es la que, con unos u otros matices, se practica en la mayoría de los restaurantes españoles.

Viene esta reflexión a cuenta de una reciente excursión al paradisíaco Valle de Tena, en el Alto Aragón, con motivo de las XII Jornadas Gastronómicas de Huesca, cifra que demuestra que hay ganas de hacer las cosas bien. Otra cosa es que luego salgan todo lo bien que los organizadores quisieran. Pero siempre es mejor hacer ver que esto es lo que hay que meterse en florituras sin arraigo... y sin la infraestructura o las técnicas necesarias para practicar hoy la llamada alta cocina.

La alta cocina está al alcance de muy pocos; la buena cocina, no. Hay que tener ilusión y, algo importantísimo, buen gusto: un cocinero sin buen gusto jamás dará bien de comer. Sumen curiosidad, un poquito de humildad y un buen conocimiento de las técnicas actuales y tendrán buena parte del camino andado. Convendrá recordar que genios hay muy pocos, pero que conseguir de vez en cuando una genialidad está al alcance de mucha más gente.

Hubo ocasión de comer en Escarrilla, en Panticosa y en Biescas. Y de estudiar atentamente las propuestas -recetas incluidas- de todos los restaurantes participantes. Hemos visto que hay un mayor afán en trabajar los productos de la zona, en muchísimos casos espléndidos, como las nunca bien ponderadas borrajas, los deliciosos boliches (alubias blancas) de Embún, la ternera tensina, el excelente ternasco (cordero lechal) aragonés, la caza mayor, las setas...

La mayor decepción se produjo en el establecimiento de más campanillas, con una cocina tan espesa y decadente como el propio balneario, y las mejores satisfacciones vinieron de los platos más sencillos, más auténticos; unas simples borrajas, con una patatita cocida y uno de esos recuperados aceites de Aragón son una delicia que quizá quienes tienen la posibilidad de comerlas cuando quieren no aprecian tanto como los que las catamos de higos a brevas.

Nos extrañó algo la insistencia, en los menús, en platos a base de foie-gras... hasta que se nos hizo ver que al norte de la provincia de Huesca está Francia, y que tradicionalmente hubo trasiego de mercancías, foie-gras incluido, por el Pirineo, de modo que el hígado de pato no es un recién llegado a la cocina altoaragonesa.

Que es interesante, sobre todo cuando se mantiene fiel a sus raíces. Tiene buena despensa, y una tradición importante. Por ejemplo, es notable el tratamiento que aquí se da al bacalao; con la única excepción del establecimiento antes aludido, las versiones de este clásico pescado de interiores fueron bastante satisfactorias, desde un ajoarriero sin la menor concesión, rústico y poderoso, a unas etéreas albóndigas con pil-pil y salsa de almendras. Queden para la memoria, también, unas deliciosas migas tensinas, un espléndido ternasco... y, cómo no, en los postres, las clásicas sopetas de melocotón al vino rancio.

En fin, que hubo de todo, siempre arropados por la desbordante hospitalidad de las gentes altoaragonesas y abrumados por la grandiosidad de un paisaje impresionante. Pero hemos visto algunas cosas que pueden indicar un camino muy digno de emprender.

Por ejemplo, en el capítulo hotelero. La exquisitez -es la palabra- del hotel que Mariano Martín tiene en Sallent de Gállego, un ejemplo de cómo salen las cosas cuando se hacen con ilusión y con buen gusto. Un hotel que parte de unas caballerizas del XVIII, pero que es del siglo XXI en confort y atenciones, incluso gastronómicas.

O los vinos. Aquí la revolución enológica ha ido -y va- por delante de la evolución culinaria. Los vinos de la D.O. Somontano no son ya una sorpresa, sino una realidad espléndida, cada vez mejores, cada vez más justamente prestigiados. Si al principio encantaron los blancos, hoy, sin negarles categoría, la revelación son los tintos... en muchos de los cuales entra la uva clásica de la zona, la Moristel, junto a grandes variedades de otras regiones españolas y europeas.

Esperemos que, como ocurrió en otros lugares, el ejemplo de los vinos sirva de acicate al resto de la gastronomía. Pero sin dejar de tener los pies en el suelo: van a venir malos tiempos para la cocina vacía, sin más aliciente que la novedad, la que llamamos virtual o de confusión. Y buenos para la cocina que sabe valorar y utilizar productos de calidad y que, al final, acaba sabiendo a la tierra que la sustenta.- EFE

cah/txr



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