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Los Sucesos de Rafael López-Quintano de Ballesteros (1Er Capítulo, 1ª Parte)


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Hacía tres meses que había tomado de novicio a Rodrigo López Quesada, sobrino y ahijado. Joven noble e interesado por el conocimiento de la Dietética y de la Terapéutica de los alimentos. Piadoso y trabajador. Desde el principio ha sido atento conmigo: cuando me levanto ya tengo encendida la chimenea y el fogón está dispuesto para calentar los alimentos del desayuno. En la mesa nunca me falta el queso, el pan candeal y un pichel de leche de oveja. Muchacho piadoso que durante algunos años estuvo al servicio de un Arcipreste, pero de ánimo inquieto, quiso conocer otros lugares y me pidió que lo acogiera. La recomendación fue de su padre en los últimos días de su vida, porque lo acuchillaron allá en Cuzco unos galafates para hurtarle un escapulario de la Virgen de los Desamparados en oro y plata. As, que espero esté a mi lado hasta que el santísimo me acoja.

Loado sea el Señor por haberme entregado a este noble muchacho, educado en la ley y cumplidor con los preceptos.

En estos últimos meses ha cumplido con creces mis deseos y estoy en el deseo de que algún día alcanzará la Razón para usar la Ciencia como camino de perfección. Yo intentaré darle enseñanza y que conozca mi secreto. Pero por ahora aún me guardaré de él, pues he de someterlo a alguna prueba, aunque han de pasar largo tiempo.

Así pasaba el tiempo con mi novicio en la Ciencia de la Vida, y juntos pasamos el nuevo siglo como padre e hijo.



Ahora que han pasado los años y me siento a escribir pienso que no sé de seguro si la historia que voy a contar sucedió en los inicios del siglo de Nuestro Señor mil setecientos o, en realidad, es fruto de la imaginación. Pues la imaginación también es la otra realidad en la que el hombre debe de vivir. Sin imaginación la mente está muerta. La imaginación es la salsa y el sutil aroma que hace a la vida interesante.

Todo comenzó una tarde, cuando don Francisco Ruiz, Conde de la Estrada, me notificó por mediación de su secretario Rodrigo la llegada a su casa del Camino Viejo.
Normalmente no me comunicaba sus venidas ni sus idas de la ciudad, sin embargo aquel día me hizo el anuncio con protocolo y con la entrega de una misiva. En la carta me comunicaba que me visitaría cuando hiciera descanso, pues el viaje desde Madrid le había agotado, además, su llegada a la ciudad sería al atardecer y no era hora de estar de visita ni fuera de la hacienda. También me comunicaba que la visita la haría en dos días, durante el Ángelus, pues debía descansar y además, según me comunicó el secretario, no debía causar perjuicio a alguno de mis menesteres.

El encargo de don Francisco a su secretario Atienza no sólo fue la entrega de la carta, sino que debía hacerme notar la importancia de la visita, de tal manera que el secretario Atienza tendría que volver con una respuesta afirmativa por parte mía, de lo contrario insistiría hasta conseguirla.

El secretario no sólo me comunicó el encargo de su señor sino que me informó del deterioro de salud que en los últimos meses se estaba estableciendo en la persona de don Francisco, ese informe fue de la cosecha del secretario, pues estaba preocupado por la salud de su señor, aunque pensaba que los motivos no eran piadosos, sino todo lo contrario, interesados, pues con la muerte de su señor el secretario podía quedar en las mayores de las indigencias, y eso era lo que realmente le preocupaba.

El empeoramiento de salud de don Francisco en los últimos años era evidente, lo que me llevó a recomendarle en múltiples ocasiones una dieta de descanso y alimentos. Lo de las sangrías y enemas, que los físicos de la ciudad le habían recomendado no me parecían adecuados para su estado de sanidad, mejor eran unos alimentos sanos y una dieta hipocrática compensada.

El día anterior de la anunciada visita estuve intentando presumir qué traía a mi amigo, el Conde, a mi casa y con tanto sigilo. Sin embargo, no gasté mucho tiempo en mis elucubraciones así que, al final de la tarde, cuando la casa estaba entre dos luces, me retiré al Laboratorium y le dije a Rodrigo que nadie me molestara. Llevaba varios meses estudiando una fórmula dietética de un pergamino, que me habían traído unos comerciantes de la isla de Malta. Por ello, aquella tarde volví algo impaciente a retomar mi estudio sobre el pergamino y su fórmula, lo del Conde lo dejaría para el día siguiente, ya me había preocupado durante todo el día para que aún siguiera con ello. Así que al anochecer bajé a mi Laboratorium y me senté en el escritorio.




Cuando estuve delante del pergamino y analicé las proporciones de las plantas y cómo debían de mezclarse unas con otras y unas antes que otras, presentí que aquel día lograría hacerme con la fórmula. Fue como un pálpito, pero poco a poco fui tomando conciencia de que estaba en el buen camino. Así, que hice varias probaturas antes de la definitiva. A cada una de ellas mi corazón se aceleraba, porque presentía la consecución del triunfo de tantos días de estudio. Mi cuerpo y mi espíritu no estaban cansados, aunque en los días sucesivos vendría el cansancio y el desasosiego de mi espíritu. Pero poco importaba esa noche. Hacia maitines creía haber dado con las exactas proporciones; así que preparé la cocción de la adormidera con el óleo de almendras y la raíz de mandrágora. Al fin lograba lo que muchos habían intentado sin éxito. Después de muchos años se escribiría en la Historia de la Ciencia de la Vida que el insigne Rafael López-Quintano de Ballesteros fue el conocedor de la fórmula del don.

Esperé unos instantes y observé la cocción durante un corto tiempo. Tomé la cocción y me senté junto a la ventana, desde ella podía ver la entreluces del alba. Dicen que en los albores de la oscuridad o de la claridad las sombras de la imaginación se mezclan con las imágenes de la realidad. Unas se funden en otras y ambas son al mismo tiempo imaginación y realidad.

Así, una vez que sentí penetrar y recorrer por las fibras de mi cuerpo las de la fórmula, dejé libre mi espíritu y esperé sentado junto a la ventana a que el don entrara en mi ánima...


Poco a poco fui percibiendo una claridad tranquilizadora. La habitación había desaparecido y en su lugar se extendía una ancha llanura, limitada por unas amplias montañas pedregosas y un cielo azul tachonado por delicadas nubes. Desde un alto rocoso observé el valle, que tenía a mis pies. En uno de los lados se erguía una pared rocosa de la que sobresalían varias peñas que hacían de abrigo a rudimentarias cabañas hechas de irregulares troncos y ramas. Una quería ser rectangular, la otra circular; sobre el techo no sólo había ramas sino algunas pieles de animales. Alrededor de las cabañas había un grupo de hombres y mujeres, de aspecto primitivo. Eran robustos y de mandíbulas muy salientes. Junto a la choza rectangular observé varios hombres desollando (1) un carnero salvaje, y en las proximidades de la cabaña circular un hombre ataviado con una piel de arce sobre los hombros estaba procediendo al ritual de encender el fuego: a la vez que realizaba un canto, frotaba dos piedras de pedernal junto a una yesca; con habilidad prendió el fuego. En ese momento dos mujeres se acercaron con una gran vasija de barro llena de un líquido rojizo e hierbas, después supe que el líquido era agua y la sangre del propio carnero desollado. La vasija se mantuvo durante todo el día cociendo las tajadas de carnero que habían vertido (2). Cuando terminaron de preparar la comida del día me acerqué al grupo, algunos me miraron con recelo, otros se apartaron a mi llegada creyendo que era de otro clan. Me sentía más asombrado que ellos cuando reparé que iba vestido tan sólo con un faldón de espalto. Entre los del grupo había uno con una piel de carnero, parecía ser el jefe del clan. Me ordenó acercarme y me saludó efusivamente tocándome las manos y la cara y articuló unas palabras que no entendí. Después soltó una especie de grito a modo de carcajada. En el grupo parecía haber una distribución de tareas: había unos hombres fabricando lascas y puntas de flechas, los más avezados construían hachas de pedernal. Las mujeres amamantaban a los pequeños que estaban enganchados a sus pechos. Era un grupo de unos veinte miembros.



(1) La alimentación del hombre primitivo era muy variada, por su aptitud recolectora, que después se transformaría en recolectora-cazadora. La aptitud cazadora determinó una mayor posibilidad de consumir proteínas y así la dieta se vio enriquecida por una mayor variedad de alimentos. La dieta iba desde frutos como avellanas y nueces, frutas y raíces hasta animales como ciervos, osos, renos, jabalí, liebres, etc. En el Paleolítico Superior su alimentación se basaba fundamentalmente en la recolección y en la caza rudimentaria de peces y piezas pequeñas posteriormente, en el Epipaleolítico, mejorará la técnica de caza y obtendrá animales de mayor tamaño, especialmente ayudado por el arco y las flechas. VVAA. Prehistoria. Edt. Najera. 1987. Madrid.
(2) El hombre, al descubrir el fuego, también descubrió que los alimentos por el calor se hacen más apetitosos y más digeribles. El fuego trajo consigo el arte culinario y la gastronomía. La primera actuación culinaria fue someter la carne o el pescado directamente al fuego; la cocción es un paso más sofisticado en el arte culinario y una de las formas coquinarias más importante en la historia de la gastronomía. Para mayor información consultad La sopa en la cocina mediterránea. Aspectos higiénicos, dietéticos y gastronómicos. A Mariné,, Ll. Torrado, y R. Clotet. En Alimentación mediterránea. Edt. Icaria. Consultar también The análisis of human diets in prehistory: archaeobiological coments from an evolutionary perspective. A. Morales y L. Peña. Alimentación y cultura. Actas del Congreso Internacional 1988, vol II. Edt. La Val de Onsera.


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