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Cocinero en Serie (Capítulo Iii, 3ª Entrega)


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Jordi Gimeno

Pere se ha enrolado en unas vacaciones para jubilados en un masificado hotel de la costa; su siguiente víctima será el jefe de cocina de dicho establecimiento. Esteban, un cocinero de mediana edad, casado, con dos hijos y una amante, será el elegido. Pere ya sabe qué cara tiene



Poco antes de las diez, vio desfilar a todos los rostros del día anterior, le tranquilizó comprobar que su personaje entraba antes que el resto, luego se fue a buscar la entrada para los proveedores.

A unos quince metros de la cocina, una bajada para coches conducía directa a un almacén. No se atrevió a entrar, por ahí rondaba demasiada gente. Esa incursión debía hacerse o muy tarde o muy temprano.

Pasó la mañana paseando por el puerto deportivo; le encantaba ver los barcos y yates y se preguntó, una vez más, por qué no aceptó ese trabajo en un mercante, por qué no se lanzó al mar con veinte años menos, por qué los errores sólo se veían cuando el barco ya había llevado el ancla.

No le apeteció comer en el hotel, con tantos restaurantes que llenaban el paseo marítimo, seguro que encontraría alguno que se ajustase a su economía y a su apetito. Se sentó en una terraza y pidió lo que tantos cocineros odiaban pero que un buen dueño nunca negaba, paella para uno. Evidentemente, por lo que pagaba todo era congelado, salvo la sepia y los mejillones. Estaba bastante bien y felicitó al camarero. Mientras tomaba el café, envió un recuerdo a sus compañeros de hotel, a sus floreadas camisas y a lo que comían.

Perdió la tarde jugando al mus con unos vecinos de planta. Pere nunca se negaba a una buena partida, además los condenados jugaban muy bien y eso le gustaba. Por eso perdió más de una vez. Se metió tanto en el juego que por unos instantes olvidó su plan. Después de cenar decidió que era el momento de conocer cada rincón de sea gran cocina. La hora de entrar por la puerta de mercancías. Y lo hubiese hecho, si no llega a ser por la reja metálica. Tuvo que resignarse y matar el rato en el baile con orquesta enlatada que el hotel organizaba cada noche.

A las seis de la mañana sonó el despertador, se vistió deprisa y bajó a recepción, echando de menos un café que le revitalizara la garganta. El vigilante ya había abierto la puerta por la que entraban camiones y furgonetas. No había nadie y Pere entró sin miedo, si tropezaba con alguien, se disfrazaría de un viejo con insomnio que curioseaba por dónde no debía. Recorrió un largo pasillo lleno de puertas por un lado y de cámaras frigoríficas y congeladores por el otro, al final estaba la cocina, entre el economato y el despacho del chef.

Se oían los hornos a convección trabajando a destajo, entreabrió la puerta y vio al chico que preparaba los desayunos, estaba lejos ya que la cocina era inmensa, vieja y grande, como el boom turístico de los años sesenta.

El chico estaba muy atareado para darse cuenta de que le observaban. Pere, para no tentar la suerte, muy discretamente, volvió sobre sus pasos y se dirigió al bar fuera del hotel, a comprobar si su hombre era de costumbres fijas. Y resultó que sí...

COTNINUARÁ...



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