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Cocinero en Serie. Capítulo Ii, (7ª Entrega)


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Jordi Gimeno

El viejo friegaplatos acaba de estrellar contra un árbol a su segunda víctima, un joven motorizado estudiante de hostelería. Sin estar seguro de si lo ha matado, Pere da media vuelta con el coche que había robado y vuelve a casa como si nada. El fin de cada capítulo nos sirve una tapa del pasado de nuestro protagonista, ahora con quince años recién cumplidos.



Harto de los apuros económicos en casa Pere decidió que ya iba siendo hora de ponerse a trabajar. Acababa de cumplir quince años y se sentía lo bastante hombre, almenos más que su padre. No fue un acto de generosidad, últimamente comían más y mejor, pero el joven Pere quería hartarse de comida hasta reventar. Por eso no le pareció mal cuando un viejo mutilado del barrio le habló del ?Café Astoria?, un céntrico local de esplendoroso pasado e incierto futuro, como el país en el que se levantaba cada día.

No dijo nada en casa, si iba bien, se presentaría ante sus padres con los hechos consumados, si salía mal, seguiría yendo a la aburrida clase . Era miércoles, se levantó más temprano de lo normal, ya hacía rato que su madre había salido. Su padre, des del sofá, ni se dio cuenta que llevaba el traje de los domingos. Pere recorrió zumbando el pasillo, salió de casa, voló por las escaleras y cogió el tranvía. Era un dia espléndido, o a lo mejor era su corazón contento que todo lo iluminaba, iba a pedir trabajo y eso le convertía en adulto y le daba una seguridad en sí mismo que nunca había tenido.

Aunque le faltaba una mano de pintura y una limpieza más estricta, el ?Café Astoria? era precioso y todo el local reclamaba un sitio en la historia de la ciudad. Acostumbrado a las viejas bodegas del barrio, al chico le pareció un palacio perfumado de tabaco, comidas i café. Sentado en una discreta esquina de la barra estaba su vecino esperándole. El cojo había trabajado ahí antes de la guerra. La metralla le imposibilitó volver a trabajar, perder la guerra le arruinó la vida, pero el viejo republicano seguía yendo todas las mañanas del mundo, se sentaba en un rincón, charlaba y echaba una mano en lo que podía, que no era mucho, pero daba para cafés y comida.

El viejo lo vio nada más entrar, pocas cosas pasaban en el lugar sin que él lo supiese, lo llamó escandalosamente, como si fuese el dueño. Le recomendó que se arreglara el nudo de la corbata y con aire de tener una reunión de negocios, le dijo que viniera con él. Pere siguió el ritmo con titubeos de las muletas hasta un tipo que parecía el encargado. Un hombre maduro, bien peinado y que se las daba de señor, aunque a Pere le recordó más bien a los estraperlistas de su barrio. Mientras hablaba con su representante, ese hombre tan serio no le sacó los ojos de encima. Los dos tipos terminaron de charlar y se despideron con golpecitos en la espalda, nadie le dijo nada a Pere y el muchacho salió haciendo de bastón de su amable vecino. En el tranvía, el viejo le contó las condiciones. Lo esperaban el lunes a las siete de la mañana y no hacía falta que se arreglara demasiado, del sueldo ya hablarían después de las dos semanas de prueba. Pere escuchó embobado los miles de consejos que le dio el viejo.

Estaba eufórico, acababa de entrar en el mundo de los adultos, y tenía razón, sólo que no era tan bonito como creía. En casa se lo tomaron como era habitual en los últimos tiempos, con división de opiniones; la madre lo encontró fantástico y el padre se sumió en un silencio desaprobador. La decisión estaba tomada y nada frenaría su entusiasmo por empezar a trabajar. Ni los cien platos sucios que encontró amontonados de mala manera en la pica, ni las ollas con restos de comida que llenaban el suelo, nada amargó el primer día de trabajo de Pere como friegaplatos. Tre hombres se repartían el trabajo de la cocina, todo menos el de limpiar, esa la dejaron para el chico. Un chaval al que todos gritaban y hacían bromas pesadas.

Al cabo de unas semanas Pere se fue encerrando en sí mismo, hasta que montó una fortaleza que iba dos metros alrededor de la pica. Nadie podía cruzarla y él solo salía de ella lo imprescindible. A los dos meses ya era el amo y señor de ese territorio, una zona en la que nadie quería estar y él se sentía cada vez más cómodo. Con el tiempo se fue ganado el respeto de todos, de todos menos el del jefe de cocina, un borracho que se la tenía jurada, un individuo que de vez en cuando se atrevía a darle una bofetada. El tipo odiaba los silencios de Pere, esos mutis que hacían pensar al interlocutor que era idiota, si relamente lo era. Cada vez que le daba un bofetón, Pere, en secreta venganza, se iba a la cámara frigorífica y empezaba a comer como un loco, hasta reventar, como había soñado un millón de veces?

Continuará?



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