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Cocinero en Serie. Capítulo Ii (1ª Entrega)


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Jordi Gimeno

Después de conseguir el primer cocinero de su sangrienta colección, un ama de casa en simbólico homenaje por su contribución a la gastronomía en general, un salto en el tiempo nos lleva a la infancia y los conflictos del joven Pere. Conocemos a su padre vencido, a su madre alegre y a una hermana con la que no se lleva bien . De nuevo en el presente, Pere ya está pensando en la siguiente víctima culinaria.



El periódico del lunes aún hablaba de la mujer asesinada a manos de su irritable marido, el periodista citaba la amnesia de él pero sin darle demasiado crédito, después seguía con todo el relato que hacía el vecindario de las continuas peleas del matrimonio. Si eso no era un crimen perfecto se le parecía demasiado pensó Pere, podía parecer un crimen sin motivo pero él se sentía cargado de razones para eliminar todo lo que rodease una cocina.

Eran las nueve de la mañana y a pesar de que su edad desentonaba entre tanta juventud entró con decisión al gran edificio que albergaba la escuela de hostelería de la ciudad, la sala oval de la recepción era tan majestuosa como la de un hotel de lujo, se notaba que no era una escuela pública y que hacía falta vender el producto continuamente.

Pere recordó que con la llegada de las libertades al país, el tema culinario, como tantos otros, se revolucionó y, lentamente el cocinar en un restaurante fue ganando un prestigio que antes no tenía. A ese nuevo pedigrí contribuyeron de forma notable escuelas carísimas donde iban a parar muchos hijos de una burguesía que nunca tuvo ni restaurantes ni hoteles, niños que no llegarían a ser médicos o arquitectos como habían soñado sus padres. A mediados de los ochenta Pere se empezó a cruzar con las primeras generaciones de jovencitos cocineros con un título y muchos humos, sin duda que tenían vocación pero no para según que cosas que la cocina siempre necesitaría, muy pocos vio con lo suficiente para pasar décadas entre unos fogones que a menudo quemaban por dentro y por fuera.

Pere se tranquilizó al ver que no era el único que fisgoneaba entre los pasillos que daban a las aulas. Paseó sin rumbo un rato hasta que decidió que ya era hora de tomarse el tercer café y se dirigió hacia el bar de la escuela. Le pidió un cigarrillo al joven que tenía al lado en la barra y aspiró fuerte, llevaba más de diez años sin fumar pero desde el incidente con los Peral el cuerpo le volvió a pedir un poco de caña, se juró que cuando terminase todo lo volvería a dejar. El bar era grande y limpio, de un blanco virginal y hospitalario, los camareros y camareras eran los propios alumnos en supuestas prácticas o mano de obra tan barata que hasta pagaba. Todos iban impecables como si estuviesen en un restaurante de lujo, ninguno de ellos tendría más de veinte años llenos de bienestar y alimentos.



La curiosidad llevó a Pere a perseguir los carteles que con un gorro de cocinero dibujado llevaban hasta el aula-cocina. Se quedó pasmado, el pasillo se acababa en una enorme cristalera desde donde podía contemplar toda la gran cocina a sus pies. La inmensa sala ocupaba todo el ala lateral del complejo pues era como la mitad de un campo de fútbol, toda cerámica de color gris perla con un montón de alumnos de blanco revoloteando entre cazuelas, una cocina que no tenía nada que ver con todas las que había visto Pere hasta la fecha.

Desde su posición elevada lo dominaba todo. Al fondo, a mano derecha, estaba la pastelería, en el centro unos alumnos escuchaban atentamente a un profesor rodeado de humeantes ollas y justo debajo suyo, un grupo de diez chavales aprendían las difíciles artes del cuchillo. Pere tuvo ganas de bajar y corregir los defectos que les hacían destrozar unas cebollas y llorar inútilmente. Su silenciosa observación llamó la atención del barbudo profesor que le dedicó una mirada inquisidora, Pere puso cara de abuelo orgulloso de su nieto y el maestro lo dejó en paz. No se iría de ahí hasta que encontrase la zona de las picas, hábilmente camuflada entre ollas basculantes y máquinas de vacío. Finalmente dio con ella, escondida detrás de unas enormes cámaras frigoríficas, allí había un hombre con la espalda doblada peleándose entre la grasa y el jabón, era mayor, pero no tanto como él. Evidentemente para las cuestiones de limpieza la escuela contrataba a gente de la calle con un salario normalizadamente bajo, los alumnos fingían que ayudaban sin conseguir engañar a la experta mirada de Pere.

Una jovencita acariciaba, más que fregaba, una paella con un agarrado que daba miedo y dos muchachotes pretendían secar las ollas con trapos completamente mojados, el hombre de la pica no les decía nada, seguramente iba más deprisa arreglando los desaguisados él mismo que corrigiendo a los chicos cada cinco minutos. A Pere le hubiera gustado charlar con él, pero no había ido hasta allí para acabar compartiendo batallitas con un colega. Se había distraído tanto mirando la cocina que aún no sabía que escoger, dudaba entre un profesor o un alumno.

Continuará...



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