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Cocinero en Serie (Capítulo V, 6ª Entrega)


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Jordi Gimeno

La muerte de Llorenç, el jefe ejecutivo de un hotel de lujo, deja muy claro que hay un asesino de cocineros en serie en la ciudad. Pol, el policía autonómico, vuelve al caso, pero su separación no le deja ver las cosas con claridad. La muerte nos trae, com es habitual, un retorno al pasado de Pere



El dueño del piso donde vivía le habló de un trabajo en la universidad, a lo mejor para compensar el efecto de la espectacular subida del alquiler ese enero del 76. Le dijo que las facultades, como el país, se estaban abriendo a todo el mundo y que un bedel amigo suyo le había comentado que en Filosofía y Letras iban a abrir un restaurante, sobraría trabajo y faltaría gente.

Pere llevaba más de una década saltando de pica en pica, dos años en un sitio, tres meses en otro, ocho semanas en el siguiente, pero siempre terminaba yéndose, porque sólo en el momento de pedir la cuenta se sentía dueño y señor de su destino, un destino que se repetía año tras año, restaurante tras restaurante. Le pareció bien la idea de trabajar en la universidad, sólo cinco días a la semana y con el mejor horario; era obvio que iba sobrado de experiencia y buenas referencias. En ese momento estaba trabajando de noches en un concurrido frankfurt cerca del puerto, un sitio grasiento y lleno de humo del que quería largarse lo antes posible.

Durante esa época, tan convulsa políticamente hablando, poca gente fue a pedir trabajo al servicio de comedor en la universidad a causa del follón diario, Pere sí, y aunque no tenía enchufe, obtuvo una respuesta inmediata.

El joven encargado del bar lo miró, leyó su currículum y un par de cartas de recomendación, y ya tuvo suficiente. El uno de marzo lo quería ahí. Mientras lo acompañaba a la salida, esquivando estudiantes, lo tomó por la espalda y, muy seriamente, le dijo que si no hacía ningún disparate, tendría un sueldo para toda la vida, que la universidad, al fin y al cabo, dependía del estado, la única empresa de todo el territorio que no podía quebrar.

Pere lo escuchaba de fondo, prefería mirar las piedras de ese claustro. De todas formas un poco de seguridad en su vida no le iría nada mal, ni tampoco el hecho de estar todo el día rodeado de juventud, de cachorros que tendrían más oportunidades que su generación, hijos estropeados por la guerra civil y lo que vino después. Aunque en ese año 1976 nadie las tenía todas consigo de que la historia no acabase repitiéndose.

El dueño del frankfurt, un tipo gordo y desagradable, protestó mucho cuando Pere le dijo que se iba. El tipejo sabía que le costaría encontrar un friegaplatos tan eficiente como él; fue entonces cuando le ofreció el aumento de sueldo que le negó durante meses, demasiado tarde, y Pere le repitió una y otra vez que tenía quince días para buscarse a otro.

El dueño se lo tomó como algo personal, y el día de la liquidación le dio la mitad de lo que en realidad le pertenecía. Pere lo sabía, ya eran muchos años finiquitando, pero no dijo nada. Se sentía suficientemente pagado con no tener que volver a ver la silueta de ese hombre de la camiseta amarilla que debería ser blanca haciendo bocadillos delante de la plancha.

La inauguración fue como todas las que había vivido, o sea, terrible. El cocinero se vió desbordado por la demanda, los dos ayudantes no paraban de hacer carreras hacia las cámaras, que se vaciaron al cabo de una hora. Habían calculado mal, y una indignada cola de estudiantes reclamaba su plato.

Pere, con veinte años de experiencia en el sector, no se inmutó y sacó, como siempre, unos vasos transparentes y unos platos brillantes. Las máquinas eran nuevas y frenéticamente brillantes. Al final del servicio fue a consolar al desolado cocinero, le dio unos golpecitos en la espalda y le cometó que mañana iría mejor, que al final lo harían casi silbando. Así lo dijo y así fue.

Continuarà...



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