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Cocinero en Serie (Capítulo V, 3ª Entrega)


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Jordi Gimeno



El viernes por la mañana cogió el primer tren hacia el interior, hacia una ciudad ni muy grande ni muy pequeña que le garantizaba el anonimato. Llegó a eso de las diez. Hacía mucho tiempo que no la visitaba y le pareció menos tranquila, pero eso era bueno para su plan, entre tanta aceleración nadie prestaría atención a ese visitante de paso. La ciudad había cambiado y, en honor a la verdad, esa capa de pintura le sentaba de maravilla.

Camino del centro histórico chocó con un cartel que anunciaba una pensión en el tercer piso. Abrió la puerta una mujer mayor, algo obesa, vestida con una ridícula bata de color rosa chillón. La pensión era su casa y el precio muy razonable pero, sin intimidad, ese lugar podía resultar fatal y convertirse en su tumba. Con la excusa del equipaje decidió huir escaleras abajo. La mujer supo enseguida que no volvería a verlo, justo el día que había comprado sábanas nuevas.

Una pensión con una ama de casa demasiado ociosa y cotilla era un riesgo demasiado elevado, por eso fue hasta la oficina de turismo y preguntó por ese hotel que había visto desde el tren. Un edificio de un amarillo que agredía la vista, cubierto de carteles con habitaciones a precio fijo para una, dos y tres personas. No recordaba el nombre pero sonaba a francés y eso bastó a la agradable chica de la oficina turística; se trataba de una franquicia gala a la que podía llegar en cinco minutos en tren o en media hora andando. Descartó el paseíllo y subió de nuevo al ferrocarril y lo que encontró no podía ser mejor para sus planes.

Un edificio bastante antiestético, cuadrado y enorme y ese amarillo que lo asesinaba todo; frío y anónimo con un único recepcionista que sólo estaba presente en horas de oficina, todo lo demás se hacía con tarjetas magnéticas. Pagó las cuatro noches por adelantado y cogió las llaves, mejor dicho la tarjeta; después siguió por un pasillo como de metro y llegó hasta su puerta, costó lo suyo abrirla. La habitación no estaba mal y hasta tenia tele. Pasó la tarde por el centro escogiendo un traje y una cartera de ejecutivo, no escatimó en el precio pues sabía que un simple error podía costarle la prisión y, a su edad, eso sería siempre. Decidió que comería poco esos días, rebajar algo de peso también le ayudaría a ser otro.

Se encerró en su habitación y pasó las horas probando tintes, postizos y bebiendo zumos de naranja. La tarde del sábado la dedicó a la busca y captura de un buen bigote falso de un color tirando a rubio. Costó y mucho, pero finalmente dio con uno en una vetusta tienda de objetos para el teatro. De nuevo en el hotel hizo un ensayo general en el que descartó la peluca ya que le daba más aspecto de payaso que de otra cosa, también decidió teñirse hasta las cejas. Y por primera vez, se sintió otro. Pasó la noche del domingo nervioso y prácticamente no durmió nada. A eso de las cinco salió de la cama y, dos horas después de duro maquillaje y vestuario, se miró al espejo y vio a Joan Plans, un elegante ejecutivo de ojos verdes y piel tostada. Un tipo algo caducado pero con cierta planta.

Llorenç no se quería levantar esa mañana, la noche anterior, como cada domingo, había estado jugando al mus con los compañeros de siempre. Aún tenía que hacer los deberes, un grueso cuestionario que le habían dado los del departamento de recursos humanos. Los consideraba ridículos y, como de costumbre, lo rellenó en el taxi que lo llevaba al trabajo. Un día más, un día menos, pensó, dos buenas manera de tratar de ser feliz.

Mientras el ascensor lo llevaba a la planta dieciséis se distrajo tratando de adivinar el modelito con el que lo obsequiaría Julia, la chica tenía un punto transgresor en el modo de vestir que lo excitaba cada día más. Llorenç tenía muy clara la frontera entre el flirtear y el acoso sexual, él no era de ésos; lo único que quería era un favor de una jovencita que lo hiciese sentir más vivo. Si ella no entraba en el juego no la molestaría más y, por supuesto, no la perjudicaría laboralmente.

Espléndida y radiante, la chica ya estaba en su puesto de trabajo, una mesa tan pequeña como su sueldo. Una chica que se preguntaba mil veces cada día por qué había tenido que superar seis durísimas pruebas para acabar descolgando el teléfono de ese viejo verde. Notaba cómo sus ojos le salían de las órbitas cada vez que le daba una orden, al mismo tiempo que retraía su panza. Julia esperaba estar muy poco tiempo allí, lo suyo era escalar.

Aunque tenía una cita a la diez, y no llevaba más de un cuarto de hora en el despacho, Llorenç decidió ir a desayunar. Dijo a la chica que iba abajo, que tenía que hablar con los jefes de cocina. Salió del hotel, entró en el coche y, en cinco minutos gracias a la magia de una nueva variante, estaba sentado ante una butifarra con pochas en el bar de un pueblo cercano. Eso era un desayuno como Dios mandaba, de cuchara y tenedor. Cuando volvió al despacho Julia supo muy bien dónde había estado, lo delataba el olor a brasa y allioli.

Pere no paraba de repetirse interiormente el discurso comercial que había estado ensayando todo el fin de semana. Estaba tan nervioso que hasta le parecía que el tren iba demasiado deprisa. El disfraz, con faja incluida, lo hacía sudar de mala manera y le daba la impresión de que todo el maquillaje se le escurría cara abajo. No se vio capaz de coger el metro, y un taxista curioso le pareció una tentación a la suerte. Cogió el autobús y después de dos transbordos enfrentó su mirada a la desafiante silueta del hotel.. Estaba mojado por un sudor frío que no tenía nada que ver con la temperatura ambiente.

Entró en una cafetería cercana que estaba llena hasta los topes, pero con un aire de intensidad polar, entró allí buscando un cierto relajamiento antes de la tormenta, pero había demasiada gente y el reloj avanzaba implacable. La secretaria le había advertido que no entrase por recepción, que bordease el hotel por la derecha y que, después de un gran parque, llegaría a una gran entrada para mercancías. Allí tenía que dirigirse al vigilante y preguntarle por el camino que llevaba a las oficinas.

Continuará...


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