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El Sabor de la Identidad


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Manuel Bolivar



Fue un venezolano excepcional, de nombre José Antonio Díaz, quien recogió un conocimiento muy especial sobre el mundo de la siembra, sus tradiciones y el origen de muchas cosas típicas de la cultura de aquellos tiempos. Y fue el año 1861, cuando publicó, en los talleres de la imprenta nacional, su interesante trabajo literario y científico, llamado El agricultor venezolano; un complejo y pedagógico conjunto de opiniones y anotaciones pecuarias, que era un interesante recorrido por la botánica y otros temas aún de interés, que resulta una verdadera joya para cualquier estudioso de la cultura alimenticia y gastronómica del venezolano.

En realidad se conoce muy poco de su vida; aunque algunos datos llegan de manera muy dispersa. Sabemos que se desempeñó como educador en un colegio de la ciudad capital, el Santo Tomás, y que de sus clases es originaria la idea de acelerar la culminación de sus apuntes, que acumuló por más de dos décadas de trabajo laborioso, viajes y lecturas, como parte de un ambicioso proyecto editorial, que salió a la luz en la segunda mitad del siglo XIX, dando origen a una muy oportuna impresión de sus conocimientos tan útiles (hoy más que ayer) para entender el proceso que derivaría en una identidad nacional.

Desde la primera parte de su investigación, podemos observar a través de su contenido, una justa reivindicación del trabajo agrícola y una justa apreciación de las frutas, tubérculos y todo lo relacionado con la alimentación, dentro de la cual se puede admirar sus conocimientos del mundo antiguo, cuando nos habla de Egipto o Roma, así como su curiosidad por nuevas disciplinas en el campo humanístico. Y se puede decir, que aunque no contó para su publicación con lo todo lo necesario, el valor de la misma gozó de mucha admiración e importancia.

Desde sus inicios nos introduce en el mundo de las plantas, con acertadas descripciones, refiriéndose a la composición de los árboles, a la jugosidad de las hierbas. Es casi un ejercicio estético y científico, que deriva de su profunda investigación y de su amor por la labranza. Por eso es manifiesta su fe en la cultura agrícola, y su gran respeto por los peones, los jornaleros y



los colonos, a los que consideraba las piezas más importantes para engranar los motores del porvenir.

En la primera edición, (y recordemos que fue una suerte de best sellers en su época) se puede disfrutar de su amena enseñanza, por la cultura nacional, reflejada en sus técnicas de cultivo, el uso del maíz y del plátano, el arroz y la yuca, así como el apio, la auyama y el ñame. También el ocumo, la papa y el quimbombo; y así la mostaza, las habas y los quinchonchos, como la vigencia practica del ajo, las judías, las arvejas, las cebollas y pare de contar. En un ejemplar de la primera edición, listado en la librería de la Universidad de California, y accesible por internet, advertimos que la idea original del autor representaba una verdadera tarea épica, en la que se encontrarían compartiendo protagonismos las antiguas creencias indígenas, las actuaciones de origen africano y las experiencias enriquecedoras del colono. Todos, como parte de un gran embrión, que culminaría en la formación de una identidad.

En esta misma, se puede leer su capítulo dedicado a la cocina campestre: Las ventajas de la gallina, regocijada entre la yuca dulce, el ñame y el mapuey. La presencia del gallo y el pato, sustanciados en la olleta, sumida en agua de maíz, a quien califica de plato nacional. El pollo y la perdiz en arroz, la sopa de legumbres y plátanos. O el pavo y el lechón, a fuego natural, en ocasiones especiales, que dinamizaban una jornada familiar. Así como el mondongo de patas y el guisado, -este último variaba en aves, de acuerdo al gusto o la necesidad del momento-. Y la carne frita, el chorizo y la morcilla. Y la ropa sucia, un puchero muy particular. Y la hallaca. Por citar sólo algunos casos.

Es bueno evocar, que en sus palabras de la primera edición, se preocupa por las revueltas que ocurren en el país; pero es notoria su erudición con respecto a todo lo que escribe y piensa. Aun cuando era creciente su temor por el drama político de aquellos tiempos. En la edición de 1864, segunda parte, dedicada al Mariscal Juan Crisóstomo Falcón, líder del movimiento federal y presidente provisorio de Venezuela, elaborada en la imprenta de Melquíades Soriano, calle del comercio, número 58, se advierte su llamado a las costumbres, que incluían la jornada del arado, la monta del caballo, el arte del cultivo, sea de flores, hortalizas o plantas de uso medicinal. Todo, como un llamado alegre a una conciencia nacional, nacida de abajo hacia arriba; de lo sencillo a algo más complejo.

Se dice que el tiempo olvida a las personas y sus buenas acciones. Es una equivocación. Es el hombre con su actitud, que en su afán de hacer historia, desecha las virtudes de sus antepasados. Por citar un ejemplo, ni siquiera nuestro Arturo Uslar Pietri, dedicó un ensayo a este insigne venezolano. Como tampoco nuestro Mario Briceño Iragorry, quien publicó un bello libro llamado Alegría de la tierra *(1), una oración, que sin ser eruditos, creemos que evoca páginas de J.A. Díaz, autor de esta epopeya literaria y botánica, que representaba un esfuerzo muy serio por recopilar aquellos elementos que dieron origen a nuestra identidad. Cosas de la vida y de los hombres.

*1. Alegría de la tierra, Mario Briceño Iragorry. Prologo del doctor Ramón J Velásquez. Edición Fundación. Mario Briceño Iragorry, Caracas, 1983.



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