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Guiso Reconfortante para Almas en Pena



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Marisa Beato



Ayer llamé temprano a la puerta de la casa nueva de mi madre. Se ha mudado de la vieja, fría y destartalada donde vivió los últimos cuarenta y cinco años. Tenía dos plantas, patio y jardines delanteros como esas que llaman "adosadas", sólo que a las nuestras siempre se las conoció como las "casitas bajas", eran las únicas de todo el barrio.

Al fondo del patio de aquella casita teníamos un trastero al que siempre llamamos "el cuarto de las ratas". No es que las hubiera, es que en mi familia siempre fuimos muy aficionados a los tebeos de Zipi y Zape y si ellos tenían un cuarto de los ratones nosotros no queríamos ser menos.

Mi madre organizaba merendolas estivales en la calle común ajardinada. Cada vecina correspondía con alguna cosilla y se montaba un buen jolgorio entre chicos y grandes. No había ningún motivo para tales fiestas pero también se celebraba lo que fuera menester e incluso por la patrona del barrio, la Virgen del Carmen, se engalanaban las ventanas y se hacía sangría para repartir entre todo el que se acercara. Los niños nos achispábamos un poco y no nos regañaban.
El tiempo pasó por la calle y por sus habitantes, los niños crecimos y nos mudamos a nuestro propio hogar y el barrio de casitas fue sumiéndose en la vejez y el abandono. Los jardines perdieron su empaque a la vez que los vecinos y la siempre presente amenaza de tirar y construir hace un par de días se hizo realidad.

Por eso ayer, bien temprano, llamé a la puerta de mi madre para echar una mano a desempaquetar sus enseres y me la encontré echa un lío, despistada, agobiada, a un paso de la desesperación y las lágrimas. Hija, no sé por donde empezar, llevo dos horas dando vueltas sin hacer nada, como alma en pena, me dijo con mucha tristeza en los ojos. Lo primero, le contesté: vamos a desayunar: ¿dónde estará el café? Y así comenzamos un peregrinar de caja en caja, sacando esto de aquí y colocándolo allá. Mi madre se fue animando e incluso, cuando encerábamos y dábamos brillo a los muebles antiguos, los de siempre, comenzó a cantar canciones.



Tuve la ilusión de gastar pijama
Tuve la ilusión pero al verme así me dijo el marido:
tu con pantalón
te aseguro yo
no duermes conmigo



Según abríamos cajas abríamos también el tarro de los recuerdos. Recuerdos todos alegres que no están los tiempos para derrochar lágrimas. Nos probábamos el viejo velo de ir a misa, leíamos mis recordatorios de comunión, mirábamos fotografías y viejos libros de cocina...

Apareció una balanza de baño y ambas nos pesamos. Yo estoy contenta con lo que peso, he bajado un poquito, pero mi madre no debe estarlo porque se fue quitando cosas hasta casi quedarse desnuda buscando pesar menos. Mamá, le dije, como no te quites la dentadura ya no te queda nada encima.

Las mantelerías de la abuela salmantina, que mi madre no usa porque dice que están pasadas de moda y que yo tampoco por miedo a mancharlas de vino, aparecieron en un mueble. Mi madre me recomendó que cuando esto ocurra, que la patosidad las arruine, tengo que poner bien de crema de afeitar en la mancha, dejarla unas horas así y luego lavarla. Dice que las manchas desaparecen.
Siguiendo con la limpieza ella quiso fregotear el cristo que tantos años presidió su dormitorio y a pesar de que le contesté que con la mala cara que tenía ese hombre lo mismo no le aguantaba tanto frote, ella lo metió en agua y, dale que te pego, lo dejó hasta sonriente.

Era ya la hora de comer y yo había bajado la comida hecha, un guiso de invierno que terminó de reconfortarnos el alma y asentó nuestro ánimo ya alegre y dicharachero.
Había cortado en dados un chorizo gallego y un buen trozo de panceta ahumada que sofreí en AOVE junto con un diente de ajo. Éste lo retiré una vez dorado.

Añadí las hojas verdes de un repollo rizado, las más ricas para este tipo de preparaciones, y una cebolla cortados en juliana. Salpimenté. Mojé con un buen caldo de verduras y pollo casero y dejé cocinar hasta que estuvo bien tierno todo. En el último momento añadí una taza de guisantes frescos cocidos, un puñado de pasta gruesa y dejé unos minutos más para que se hiciera. Al final, ya sobre cada plato, una cucharada colmada de parmiggiano reggiano. Acompañamos la comida con una cervecita fresquita y ya todo era hablar de cortinas, floreros y muebles nuevos. La felicidad habitaba de nuevo en mi madre y ella en su nueva casa.



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