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Me decía Pablo, un ?humilde tabernero? de Aranjuez

Globalización Y Cocina



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José Luis Armendáriz

(así es como él mismo se define a pesar de tener la medalla de plata al mérito turístico) que cada vez le resultaba más complicado comprar en el mercado por la variedad de especies que venían nuevas, que antes iba a por merluza, y la merluza era merluza, del Cantábrico o del Mediterráneo, de pincho o de arrastre; pero ahora la hay chilena, austral, de El Cabo, de Boston, patagónica... y uno se vuelve loco, con los mariscos ocurre lo mismo, bogavante canadiense, centollo francés, gamba de Mauritania, langostino de Brasil, langosta mora, percebe canadiense y así una lista interminable. Desde luego, tal variedad de productos enriquece los mercados, pero a su vez empobrece la gastronomía local con sucedáneos que vienen a degenerar las elaboraciones primitivas.
 

 



Me explico; sin querer pecar de chovinista y poner por encima los productos españoles, cierto es que gran parte de los ejemplos anteriormente citados, lleva cierta desventaja con respecto a los nuestros, aunque su calidad se ve superada con creces por su precio. Así nos encontramos que una tradicional ?merluza a la vasca?, elaborada con merluza europea y almeja fina, pueda ser igual llamada que la elaborada con merluza austral y almena japonesa. Desde luego no hay color.

Por otro lado, hay productos excelentes procedentes de otros lares, salmón salvaje de Alaska, Skrei noruego, novillo argentino, volatería francesa, aceites de Italia y de Grecia y un largo etcétera de productos sin parangón con los que podemos realizar combinaciones inimaginables en otros tiempos y que cada vez penetran con más y más facilidad en nuestros mercados, pasando en poco tiempo a formar parte de nuestra vida cotidiana. Recuerdo que hace unos años fuimos invitados a celebrar el ?día de acción de gracias? en una residencia americana, aquí en Madrid, al ponernos el maíz en el plato, uno de mis compañeros exclamaba sorprendido: ?una panocha de maíz, me han puesto una panocha de maíz, ...pero si esto en mi pueblo se le echa a los burros?. Ahora el maíz forma parte de muchas ensaladas y lo encontramos en cualquier supermercado. Lo mismo ocurre con los cereales, en mis tiempos galletas ?maría? o pan con aceite. Los kiwis, causaron sensación los primeros que llegaron a España a eso de los años ochenta, y ¡a qué precio!, veinte ?duros? una pieza, hoy, por un poco más nos dan un kilo y podemos elegir entre los originales de Nueva Zelanda, los gallegos, los italianos o los franceses. Hoy día en cualquier frutería están, y no hay macedonia o tarta de frutas que no los tenga.

Y qué me dicen del pavo. Recuerdo la típica estampa navideña del Madrid de principios del pasado siglo, en donde los vendedores llevaban los pavos guiándolos con una vara. Incluso cuentan cómo llegaban los pavos andando al Hotel Palace para, posteriormente, ser servidos en sus mesas. Los cierto es que hasta hace poco yo no había visto pavos más que en los tebeos de Carpanta y en nuestra tradición culinaria casi ni aparece, sólo para asarlo en Navidad; ahora salchichas, fiambres, ?San Jacobos?, ?flamenquines?, ?patorras?, alones, pechugas, albóndigas, hamburguesas, todo de pavo, están a la orden del día.



De la ?cocina de mercado? que preconizaba Paul Bocuse en sus inicios, a la que podríamos hacer hoy día comprando en cualquier mercado de barrio, va un mundo. Carnes, pescados, frutas y hortalizas, amén de otros productos van y vienen de un lado a otro del planeta con tal facilidad que podemos asegurarnos el suministro diario proceda de donde proceda. Hay mercados como el de ?la Boquería? en Barcelona, donde dicen que ?si no tienen algo es porque no existe?.

Toda esta oferta da al cocinero, al ama de casa, o a quien cocine, tal abanico de posibilidades que nuevos productos van introduciéndose poco a poco en la cultura popular y lo que antes era extraño, va arraigando en nuestra comida de cada día así como en la oferta de restauración. Malo no es, pero bueno tampoco. Lo cierto es que cuanto menos cultura o tradición gastronómica se tenga, más fácil es sucumbir ante las novedades. Cosa distinta es la investigación, desde el punto de vista profesional del cocinero. Me refiero a la falta de tradición o cultura culinaria de las gentes.

Esto en España, con una gastronomía tan rica y variada suena raro pero, por norma general, somos víctimas de una cierta pobreza gastronómica que a pasos agigantados se aleja de nuestros orígenes.

Las generaciones actuales están formadas por hijos de la posguerra que, los que vivían en las ciudades luchaban contra la tuberculosis y la miseria, o los recuerdos de aquellos que hacían la mili en África y que se escapaban por la noche del cuartel para, a punta de fusil, robar higos chumbos a los moros y paliar así momentáneamente el hambre. Después el éxodo masivo hacia las ciudades compuesto por familias de venidos a menos, desheredados y perdedores de la guerra, media España. Esto aportó una cultura culinaria basada en pobres recuerdos y telarañas en las tripas. El personaje anteriormente referido, Carpanta, es fiel reflejo de esa época.

Otra generación, la mía, formada por hijos de aquellos que forzosamente abandonaron sus orígenes. Por mis venas fluye sangre gallega, navarra, manchega y alcarreña, sin necesidad de remontarme más que unas pocas generaciones. Nuestros padres trataban de preservarnos (y preservarse) de todo aquello que les recordaba la miseria de su infancia y/o juventud, y las legumbres, hoy tan entronizadas, eran entonces ?comida de pobres?. En Madrid hay muchos que recuerdan haber comido cocido a diario durante años, la legumbre era de lo poco que podía conservarse y transportarse con facilidad en esos tiempos. Lo anterior, unido al auge de los transportes, el pasar a ser una nación del primer mundo y un importante desarrollo económico, nos ha llevado a ser la cultura de la proteína, imitar costumbres importadas del cine y la televisión y sucumbir ante los caprichos de nuestros hijos; la otra generación, alimentada con platos precocinados, congelados, para microondas, todo tipo de bollería, refrescos con gas y zumos y leches enriquecidos con una completa gama de vitaminas, calcio y sales minerales innecesarias en una alimentación medianamente racional. Pero claro, las madres trabajan casi todas y el mercado ofrece de todo para evitarnos la tarea de la cocina. Con todo esto aclaro, cultura culinaria, poca, muy poca. La que permanece en sociedades rurales muy tradicionales, en el resto del país la globalización gastronómica nos ha invadido.



Dicen que un pueblo desaparece cuando pierde su cocina y su religión. La religión, afortunadamente va pasando a un segundo plano en nuestras vidas, pero la cocina, ¡ay la cocina!. Cuando se habla de los ?sabores perdidos?, los ?sabores de la infancia? y ?los productos de antes? es que algo pasa. Y realmente algo pasa.

Uno busca aquellos sabores auténticos, guisos tradicionales, en lugares muchas veces recónditos y, lo que algunas veces da una gran satisfacción, otras se da todo por perdido. Castrillo de los Polvazares, allí en ?cocido maragato? auténtico, con garbanzo mejicano, empezamos bien. Denia, el mejor ?arroz abanda? del mundo, de ?abanda? nada, otra variedad de paella y punto. El arroz con bogavante, especialidad que ahora está de moda, pues bogavante canadiense, ¿lo harían así los gallegos?.

Poco a poco la cocina se asemeja más al fútbol de elite, hay mayor interés, se ocupan de ello muchos más medios, todo el mundo entiende un poco, pero los ingredientes (o futbolistas) ya no son autóctonos y, cuanto más tienes más vales, es casi anecdótico encontrar madrileños en el Real Madrid. Hoy día una mariscada puede tener productos de origen tan diverso como los componentes de un equipo de fútbol. Al final el fútbol base, como la cocina autóctona desaparece. La pregunta es ¿sentimos los colores gastronómicamente hablando?

No se trata de ser un ?integrista gastronómico? ni de volverse loco seducido con los nuevos productos buscando nuevas experiencias. Simplemente hay que tener en cuenta lo que nos dejamos atrás porque una buena cocina se debe cimentar sobre buenos productos y todo aquello que era bueno antes no debe caer en el olvido, porque la buena cocina será buena cocina siempre y sería una lástima que cayera en desuso por lo acontecido en las mencionadas generaciones.

Que sirva un poco de homenaje a aquellos ?humildes taberneros? que aún quedan y cuya mayor inquietud sigue siendo encontrar, para sus clientes, aquellos productos que como ayer hoy siguen siendo de lo mejor del mercado entre la cada vez más variada y, a veces, desconcertante oferta.
 

 



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