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La Gastronomía Del Día de Muertos en México



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Miguel Guzman Peredo

 

 


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Decían los antiguos que cuando morían, los

hombres no perecían, sino que de nuevo

comenzaban a vivir, casi despertando de un sueño,

y se convertían en espíritus o dioses.

Bernardino de Sahagún (1499-1590)

 

Desde tiempos inmemoriales, que se pierden en la negrura de la noche de los tiempos, los hombres imaginaron que al morir habrían de ir a otros mundos, ya que suponían que al dejar la envoltura carnal que durante su vida terrenal habían tenido, su espíritu se encaminaría a otros lugares donde disfrutarían de alguna forma de vida después de la muerte. Igualmente tenían la firme creencia de que desde esos ignotos parajes, en otra dimensión cósmica,  podían ponerse en contacto con sus familiares y seres queridos en ocasiones muy señaladas.

 

 En infinidad de parajes, en todo el mundo, han sido encontrados entierros en los cuales al lado de los restos óseos de quien allí fue inhumado, hay vasijas en los que alguna vez hubo alimentos para el postrer viaje de esa persona a las regiones ignotas del más allá. Se tiene noticia que uno de los más antiguos entierros rituales es el que fue localizado  en las montañas de Zagrós, en Irak, donde fue descubierta una  tumba  de una edad aproximada de sesenta mil años. En efecto, en aquella lejana época algunos miembros de esa comunidad (cuyos integrantes  fueron considerados por los prehistoriadores como homo sapiensneandertaliensis) enterraron a uno de los suyos, y a su lado colocaron vasijas con alimentos y bebidas para su viaje a otros mundos.

 

Estas creencias,  firmemente arraigadas en el ánimo de muchos de los pobladores del planeta Tierra, de una vida después de la muerte, lo mismo aparecen entre los egipcios, griegos, sumerios y babilonios, que entre los primeros pobladores de Mesoamérica. Al respecto menciona Eduardo Matos Moctezuma, en su obra Miccaihuitl: el culto a la muerte, que “Durante el horizonte Preclásico (1800--200 A.C.) se ve ya un culto a los muertos muy elaborado. En sitios como Tlatilco, Cuicuilco, Tlapacoya y Copilco, en el centro de México, se han encontrado gran cantidad de entierros a los que se acompañan con ofrendas, especialmente objetos de barro, entre los que  se incluyen diversos tipos de vasijas, figurillas y máscaras, que nos dan una idea sobre la creencia que en otra vida tuvieron esos grupos étnicos”. Considero pertinente agregar que otros investigadores afirman que el periodo Preclásico, también llamado Formativo, es aquel que se extendió del año 6.000 A.C. al  año 200 A.C., mientras que otros aseveran que tuvo una duración, aproximada, de dos mil trescientos años, del 2.300 A.C. al comienzo de la era cristiana.

 

Entre los antiguos habitantes de Mesoamérica solían realizarse solemnes rogativas a sus deidades tutelares, en especial durante el mes noveno, llamado miccaihuitontli,  que setraduce, según menciona Alfonso Caso, en su libro Los calendarios prehispánicos, como “pequeña fiesta de los muertos”, y que correspondería a lo que para nosotros son los últimos días del mes de octubre y los primeros del mes de noviembre, tiempo éste en el que se celebraba la venida de los dioses.

 

No deja de parecerme curioso  --por darle algún calificativo a este pensamiento—   que los pueblos helénicos imaginasen que los muertos serían guiados por Caronte, a quien acompañaba un can llamado Cerbero, cuando hiciesen la travesía, a bordo de una balsa, desde  la laguna Estigia al lugar donde descansarían después de su fallecimiento. Los pueblos prehispánicos de Mesoamérica suponían que para llegar a Mictlán (el reino de los difuntos, donde reina Mictlantecuhtli, al lado de su consorte Mictlancihuatl, la diosa de la muerte), que es el inframundo    ---sitio que para ellos equivalía al cielo de los cristianos, y no el infierno, vocablo éste derivado del latín inferus, que significa región inferior---, debían cruzar el río Chiconahuapan, lo que hacían auxiliados de un perro xoloitzcuintle. A este particular Alfonso Caso, en su libro La religión de los aztecas, señala: “El infierno no es para los aztecas el lugar a donde van los réprobos; simplemente es el lugar a donde van los muertos”

 

Estas creencias y festejos a los muertos ya eran conocidas de los españoles, llegados al país ahora llamado México a raíz de la conquista de Tenochtitlan. En Cantabria y en Asturias, por sólo mencionar dos regiones hispanas, eran comunes esas festividades en memoria de los muertos, herencia, seguramente, de las costumbres celtíberas.  En la Nueva España, a partir del siglo XVI, los misioneros fueron los encargados de amalgamar esos hábitos y costumbres, los de Europa con los de América,  en un sincretismo cultural que aún hoy en día tiene cabal vigencia entre nosotros. La forma externa más común de recordar a los seres queridos que emprendieron el viaje al más allá es la ofrenda,  o Altar de Muertos,  que en infinidad de hogares y lugares es instalado siguiendo las centenarias tradiciones que privan en nuestro país.

 

Amando Farga, en su libro Historia de la comida en México, señala que la costumbre de colocar un altar a los muertos se remonta al año 1563, cuando el beato Sebastián de Aparicio instituyó estos festejos en la Hacienda de Careaga, en las proximidades de Azcapotzalco. Y así dice Farga: “Encontrando esta costumbre, que se venía practicando desde antiguo en otros lugares del mundo, fácil eco entre los indios, quienes consideraban que, de alguna manera, había que honrar a sus difuntos, siendo hechas estas ofrendas a base de los productos y comidas de la preferencia de los desaparecidos”. De acuerdo con esta tradicional costumbre el día primero de noviembre se recuerda a “los muertos chiquitos”, y para ello se hacen ofrendas en las cuales hay abundancia de atole de leche y de pan “de muertos”. Ya al día siguiente se hace un adorno más elaborado y vistoso, con profusión de velas, flores, y diversos alimentos como tamales, mole, dulces, a más de bebidas de todo tipo: pulque, aguardiente y cerveza.  Cabe agregar que la investigadora Virginia Rodríguez Rivera asienta en su libro La comida en el México antiguo y moderno, que en Milpa Alta le informaron, en 1945, que “solamente a los tres días de haber sido montada la ofrenda pueden comer los familiares estos alimentos, a los que, según la creencia popular, ya les falta la sustancia, pues la absorbieron los seres del más allá”

 

El pueblo mexicano ha sabido mantener incólumes muchas de sus más acendradas tradiciones, resistiendo el  avasallador empuje de las costumbres extranjerizantes, que socavan y minan el espíritu nacional, en aras de una falsa modernización. Los festejos propios del “Día de Muertos” constituyen el mejor ejemplo de las palabras anteriores, ya que por doquier se advierte la perniciosa influencia del “Halloween” (celebración nacida hace varios siglos, en la época de los celtas, en Irlanda y Escocia) frente a las “Ofrendas de Muertos”, que en nuestro país se remontan  a los tiempos prehispánicos  ----hace de ello por lo menos cuarenta centurias----,  cuando los diversos grupos mesoamericanos honraban a sus difuntos, de la misma manera como lo hicieron los egipcios, los sumerios y los babilonios, para quienes recordar a sus muertos en una determinada época del año era motivo de importancia capital.

 

En el Altar de Muertos son colocados diversos alimentos y bebidas, ya que se piensa que en esos días, especialmente el 2 de noviembre, vienen las almas a comer los guisos que eran de su agrado durante su vida terrenal. De ahí que no falte en esa ofrenda, presidida por la fotografía de la persona a recordar, que ha sido adornada por un ramo de aromáticas flores amarillas de cempasúchil,  “”consideradas ya (como lo asienta Paul Westheim, en su obra La calavera), en el México prehispánico como flores de muertos””, y con vistosas y  policromas guirnaldas de papel de china, en las cuales hay diversos platillos, como atole y tamales, chocolate y pan llamado “de muertos”,  calabaza en tacha, mole salpicado de ajonjolí, frijoles,  y bebidas como pulque, cerveza y tequila, sin que falte una cajetilla de cigarros y una jarra de barro con agua. Igualmente,  es común colocar un incensario de barro negro vidriado que contiene copal, para que el aromático incienso prehispánico atraiga más fácilmente el espíritu de los seres queridos, a quienes de esta manera están honrando sus deudos.

 

En esos primeros días del mes de noviembre se recuerda  a  nuestros ancestros ya desaparecidos. A “los muertos chiquitos”, el día 1º  de noviembre (dedicado a Todos Santos), y el 2, con sagrado a los “fieles difuntos”. Estas fechas son ocasión propicia para recordar esas bellas tradiciones mexicanas, y tener presente que el Altar de Muertos es una ofrenda que, a más de la complicada y simbólica parafernalia que le da forma (comprende un “árbol de la vida”,  críptico elemento decorativo presente no solamente en México sino también en varios otros países del viejo mundo), presenta una amplia variedad de postres y melindres propios de la cocina mexicana, como calaveras de azúcar, calabaza en tacha, guayabas y tejocotes en almíbar, muéganos, pan “de muertos”, arroz de leche y varios otros dulces mexicanos.

 

Este fin de semana, en el cual se recuerda  a “los muertos chiquitos”, el día 1º  de noviembre, y el 2 del mismo mes a los fieles difuntos,  es ocasión propicia para visitar el restaurante “Nicos” (sito en la avenida Clavería 3102) y admirar el hermoso “Altar de Muertos” que en ese afamado establecimiento de restauración del área de Azcapotzalco es instalado desde hace ya un par de décadas, por lo menos. Esta ofrenda constituye un motivo de agrado para quien lo contempla, ya que a más de la complicada parafernalia de esa tradicional presentación (que comprende, entre varios otros motivos ornamentales, un “árbol de la vida”,  críptico elemento decorativo presente no solamente en México sino también en varios otros países del viejo mundo),  hay una amplia variedad de postres y melindres, como calaveras de azúcar, calabaza en tacha, guayabas y tejocotes en almíbar, muéganos, capirotada. pan de muertos, arroz de leche y varios otros dulces mexicanos, de los cuales los comensales se sirven  ad libitum al concluir su apetitosa manducatoria.

 

En estos días de “muertos” el menú enlista las creaciones culinarias de Gerardo Vázquez Lugo, chef-propietario del restaurante “Nicos”. Allí es posible saborear, dentro de las especialidades de temporada,  suculencias tales como el chile miahuateco relleno de trucha ahumada (se trata de una ensalada de trucha orgánica, ahumada con leña de encino y arropada con chile rojo de Miahuatlán, Oaxaca, en escabeche); la lengua en cuñete (este manjar se basa en una antigua receta en la cual la lengua va acompañada de verduras, vinagre, vino blanco y hierbas de olor); el chichilo negro con carne Wagyu (uno de los tradicionales siete moles oaxaqueños, elaborado con el chile chilhuacle y carne del rancho “Las Luisas”, del estado de Tamaulipas); el Mextlapique de trucha y milpa (la trucha y las verduras de la milpa van envueltos en hojas de totomoxtle, que son tatemadas al comal, y el Pato en tlatonile (sabrosas carnitas de pato en mole de fiesta veracruzano, elaborado con chile comapeño).

 

En el restaurante “Nicos” la carta de postres es muy sugestiva, por los numerosos melindres que incluye, pero en estos días hay además otra, llamada de “Ofrenda de muertos” , que incluye apetitosidades como la capirotada, la calabaza en dulce de piloncillo, los tejocotes con miel de piloncillo y las guayabas en almíbar, perfumadas a la canela, entre varias otras suculencias.  

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