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En Tiempos de Ambrosio Alfinger


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Manuel Bolivar



Ambrosio Alfinger, natural de la población de Ulm, Alemania, es una figura cuya vida muestra, con mucha exactitud, el perfil de los conquistadores, que vinieron a las nuevas tierras americanas, pasados algunos años, después del último viaje de Cristóbal Colon. Sabemos que llegó con la creencia en una utopía muy compleja, que en algunos se centraba en la búsqueda de metales preciosos, pero en otros se transformaría en un sedentarismo agrícola. Sin embargo, no escapaban estos señores, así como sus soldados que le acompañaban, de saciar sus necesidades de alimentación bajo ciertas circunstancias.

Don Cristóbal Bermúdez Plata, en su famoso Catálogo de pasajeros a la indias, que contiene la lista de las personas que en el siglo XVI viajaron a esta parte del continente, arroja detalles de algunas cosas interesantes, como la anotación referida a unos pasteleros y panaderos, que viajaron con el gobernador García de Lerma. Y es que cuando el propio Alfinger llega a Coro, como ejecutor de un contrato de los welsares (banqueros germanos) y el imperio español, esta antigua ciudad que gozaba de nombre en la lengua de los nativos, trajo entre sus pertrechos, algunas botijas de aceite, sal; así como pan y algunas conservas, también animales de cría.

Era en ese tiempo Coro una comarca indígena, dispuesta sobre un desierto y cercana a un río del mismo nombre, en cuyos bordes crecían arbustos y cardones, que los indios, denominados de raza caquetia, consumían, así como el pescado, palomas y otras aves de la propia región. A esta se agregaría la ranchería construida por los visitantes, que no tardaron, después de una demora en la llegada de nuevos suministros, en asomarse a otros bocados, como el pan de maíz, que despertó la curiosidad de los nuevos inquilinos, y que obligó a severos castigos por parte de la autoridad del momento. Algunos sufrieron el azote, un mecanismo que con el tiempo fue aplicado de igual forma a indios y visitantes. Y que sumo enemigos a la causa de Alfinger, quien fungía era autoridad mayor en la zona.

Cuando este conquistador tocó estas nuevas orillas, venía acompañado del caballo, un animal tan vistoso que su sola presencia trastocó el culto autóctono que se tenía por otras bestias. También trajo ganado, así como utensilios para una cocina rudimentaria, ollas y yerros, con la que tal vez en esos días sin futuro previsible, servirían para evocar, en ausencia de otros insumos, los detalles de un sabor lejano, dejado atrás en el puerto de Sevilla, donde aún se podía husmear en el protagonismo de ciertas especias, como el jengibre y la pimienta. También llegaron provisiones de harina, vinos y cecinas; que según un testigo, duraron más tiempo del esperado. Sin embargo, aun cuando su interés no era el de quedarse allí, no dejaría, como es lógico, de mirar la forma en que los naturales ordenaban su rutina alimenticia.

Esta dieta indígena se vio competida, de la noche a la mañana, por aquella otra que provenía de un uso europeo de ciertos detalles, aunque limitados en sus proporciones, debido a que las embarcaciones se demoraban en traer nuevos insumos. Algunas venidas de la isla española, con cargamentos necesarios, como pipas de vino, gallinas y novillos, que se negociaban a las orillas del puerto coriano, primero como en la figura del fiado, que sería sustituido por los altos precios cuando falto el dinero y era escasa la cantidad de alimento almacenado. Así como ropa y jabón, como cabras y cerdos. De modo que debieron existir momentos de éxtasis en algunos platos muy rústicos, porque existían suministros de la propia tierra, de afuera y había mucho tiempo de ocio para meterse de lleno en las ollas y los budares.

Durante muchos días y noches, debió micer Ambrosio, como le llamaron sus acompañantes, calcar con su espada, aquellos dibujos para muchos incomprensibles y que daban vuelta en su cabeza, como esos mapas imaginarios de un territorio alucinante, que pretendió descifrar y que dejó aproximado en aquel suelo arenoso, al calor de potajes menudos, que alcanzaron su efervescencia por el calor intenso, mientras se acompañaba con un tarro de vino de Guadalcanal, y adelantaba sus impulsos de aventura, con el único deseo de encontrar el tesoro más preciado de la imagineria de su tiempo: El Dorado.

Así, bajo un sol inclemente, decidió cruzar, de una buena vez, el espacio de las rancherías, y continuar avanzando en su búsqueda obsesiva, que lo condujo por diferentes vegetaciones, en las que tuvo que probar algunas cosas propias de esta naturaleza inédita para él, cuando acampaban y era útil el arcabuce para amedrentar a los indios fieros, así como el cuchillo para cortar frutos y perdices. Era conocido en ese tiempo, el prestigio de los germanos como artesanos cuchilleros, que ensamblaban piezas únicas, certeras a la hora de picar hasta una roca.

Durante uno de esos viajes adquirió una fiebre, que le obligó a regresar a la ciudad de Coro, tornada su piel de un color amarillento, muy parecido al metal de sus sueños. Se trataba del ?mal de las bubas?(1), conocido en aquel tiempo, y atribuido a las indias. Nada raro que lo sufriera, pues la higiene no era emblema de la conquista, y él vivía un amancebamiento con una india dominicana, donde se registraron los primeros casos, que fueron atendidos con medicina indígena. Sin contar que era muy frecuente, desde la Edad Media, el uso de las mancebías (2), en buena parte de los reinos de España. De todas formas, eso fue algo que caracterizó a muchos, y según algunos cronistas de la época, las mujeres nativas eran muy hermosas. Y aún hay descendientes que reafirman esa belleza.

Aunque descansó para curarse en dominicana, no tardó en regresar y arrancar de nuevo, con mulas y soldados; indios y botijas de agua y vino. Sin embargo, esta vez la suerte no le acompañaba. Se extravió, y en esas noches debió mirar la redonda vasija caquetia, de un color rojo intenso, cuando a fuego lento se calentaba la comida; y hasta el mismo brebaje indígena que enloquecía a cualquier raza. Un carato sin parangón y de efectos alucinantes. La batalla llego. No pudo su espada evitar una herida mortal. Y no sabemos, en verdad, cual fue su último pensamiento; si pensó en la india que tanto deseaba. O si pensó, en aquel sol irreverente y coriano que traía pesadillas. Tal vez, fue el mismo mar océano que se le metió muy dentro, hasta borrar de sus pupilas cada uno de sus recuerdos.

1.Se dijo que era enfermedad ?de pasiones?, como aseguro un testigo de su tiempo. Otros prefirieron llamarla ?fiebre palúdica cuartana?. Cita Pedro Manuel Arcaya, Fundación de Coro, Venezuela. 1977
2.Se dice de burdeles públicos, cuyas visitas fueron costumbre muy arraigada en algunas ciudades de España, durante la Edad Media.



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