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El Puchero de los Malditos V


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Miguel A. Román



Debí desmayarme -yo creo que morirme-. Cuando desperté -o quizás resucité- el sol estaba ya alto y me consolaba su tibieza. No podía moverme y así, semiinsconsciente, permanecí quizás algunas horas más. El hedor de mis orines me provocaba arcadas cuando escuché al fin voces humanas que daban jaculatorias alarmadas sobre mi aspecto.

Pasé semanas con la mente zarandeada por los delirios hasta que, tras un largo reposo, los médicos me permitieron reanudar el trabajo al frente de mi restaurante. Feliz de lucir de nuevo el blanco gorro y mi delantal de satén, anuncié jubiloso al público que esperaba la apertura que ésta se demoraría un mes, pero que a su término podrían gozar en mis salas del más esplendoroso plato que jamás hubiesen imaginado.

Así que comencé a realizar el extenso pedido que necesitaba para mi ambicioso proyecto. Imaginaba yo que lo que un fraile inculto había logrado realizar, estaría fácilmente al alcance de mi maestría y conocimiento. Yo iba a cocinar el puchero de los monjes y su fama me perpetuaría en los anales de la gastronomía.

De todas partes del mundo comenzaron a llegar los ingredientes selectos que habrían de conformar mi grandioso cocido: vacuno de Navarreal, cerdo ibérico, cabra majorera, cecina de León, morcillas de Burgos, butifarras del Empordá, garbanzos de Arévalo y judías de La Bañeza, elotes tiernos de México, aromático gofio de Canarias. Peleé con los proveedores y transportistas para obtener el producto más fresco. Empeñé a la tarea a mis más preclaros colaboradores, cociné durante noches enteras en aguas limpísimas... y nada obtuve...

Caldos anodinos, de sabores indistinguibles, sin forma ni personalidad y desde luego ni sombra de la exquisitez que buscaba. Pero una y otra vez deseché el producto fallido y emprendí de nuevo la tarea de su complejísima elaboración.

Empleé tiempo y dinero, la apertura se fue retrasando unas semanas, un mes, un año... mis cocineros desertaban, mis acreedores me acosaban y empezaron a negarme la provisión de las exquisitas materias que necesitaba para alcanzar el éxito. Mi fiel clientela empezó a olvidarse de mí.

Mezclaba y refundía, trasvasaba, espumaba, pelaba, añadía y retiraba ingredientes. Mas cuanto salía de mis pucheros no era comparable con lo que caté aquella noche, nada reproducía ni por asomo las sensaciones que había logrado grabar indeleble en la memoria de mi paladar.

"Falta el punto, me falta el punto" repetía mientras acumulaba nuevos ingredientes en las cacerolas. Me volví irascible, agrio y taciturno. El sueño se me hizo inalcanzable y el apetito dejó de visitarme. Permanecía horas del día y de la noche junto a los fogones donde sin cesar bullía un nuevo intento que culminaba en un nuevo fracaso. Malhumorado volcaba de un puntapié los peroles derramando su contenido por los suelos de una cocina donde ya me había quedado solo.



"Me falta el punto"... ¿no me cree? Sigue pensando que estoy loco ¿verdad? Usted no cree realmente que yo haya probado aquella noche el más prodigioso plato que jamás se haya creado. Pero yo se lo demostraré, demostraré al mundo entero que puedo reproducir aquel sabor divino, aquella ambrosía perfecta, el más sublime manjar... ja, ja, déjeme realizar una tentativa más y encontraré el punto... solo me falta el punto... solo el punto... ja, ja, ja, ja... me falta el punto... ja, ja, ja, ja... suéltenme, he de seguir cocinando hasta encontrar el punto, ja, ja, ja... suéltenme les digo... no, no, no, ja, ja, ja,...


Epílogo
La puerta metálica se cerró diluyéndose tras ella las carcajadas hasta que solo quedó un hondo lamento viajando a lo largo del pasillo blanco, yendo a mezclarse con el resto de los efluvios desgarrados de la mente enferma que emitían otros internos.

No volví a ver a aquel extraño personaje y luego supe que un día, meses después, en un momento quizás de lucidez, fue inmisericorde con su propio cuerpo y piadoso con su alma torturada.

Desde que escuché "su historia", sin embargo, no puedo sentarme a una mesa donde humee un fabuloso puchero, olla, pote o cocido sin rememorar cuanto me relató sobre el mítico guiso, y reconocer que por haberlo podido probar hubiera dado un mundo.
¿Quién sabe si no será una locura?


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