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El Arte Del Comer. de la Naturaleza Muerta a Ferran Adrià: Crónica de una Exposición Anunciada



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Por: Javier Pérez Escohotado

(Autor de Crítica de la razón gastronómica

 

CatalunyaCaixa ha organizado desde el 15 de marzo hasta el 26 de junio, en La Pedrera de Barcelona, la exposición “El arte del comer. De la naturaleza muerta a Ferran Adrià” dentro de las actividades de su Obra Social. El marco es incomparable. Aunque la exposición es gratuita, la casa que Gaudí construyó para la familia Milá atrae largas y disciplinadas colas de turistas del mundo mundial, que apoquinan religiosamente sus 11 euros de vellón para visitar el edificio y las terrazas, desde las que se puede sentir la misma tentación inmobiliaria que el diablo propuso a Jesús: Todo esto te daré si, arrodillándote, me adoras (Lucas 4, 6-8). De ahí viene el nombre del monte Tibidabo, visible desde la terraza de La Pedrera, esta sí, una verdadera obra arquitectónica inacabada.

 

Los turistas eligen visitar el edificio y disfrutar del aire fresco y el sol primaveral que enrojece sus pieles pálidas, escasas de melanina. De una manera pragmática, estos visitantes me empujan a pensar que tal vez tengan clara la diferencia entre qué es el comer y qué es el arte, y, por tanto, no lo confunden ni lo mezclan, sino que lo distinguen con un sentido común electivo. Tras la obligada visita al edificio de Gaudí, se irán a tomar una sangría y unas tapas construidas o deconstruidas en las tranquilas terrazas del Paseo de Gracia. Hoy Barcelona es casi una ciudad gastro-espectáculo.

 

Yo estoy interesado en la exposición porque me temo que vuelve a ser una excusa para hablar de nuevo de nuestro querido y admirado Ferran Adrià (FA). Parece que no existiera en el mercado español otra empresa comercial con proyección de la que hablar. El evento resulta reiterativo porque lo expuesto en La Pedrera es una secuela de la edición del libro Comida para pensar; pensar sobre el comer,1 al menos así lo insinúa su comisaria, Cristina Giménez, que fue también la coordinadora editorial de esta empresa.

 

A la exposición hay que reconocerle una función didáctica, incluso divertida y distanciadora si se tiene la curiosidad y paciencia para llegar a ver los cortos de Herzog, de Alexander Stein e incluso el de Marina Abramovic, que se come, en un primer plano y por dos veces consecutivas, una misma cebolla cruda hasta la náusea. Los bodegones de van Boucle y Paul de Vos que abren la exposición son de una grandilocuencia evitable y desde luego no superan ni mejoran a los autores españoles y más a mano que tenemos: Hamen, Zurbarán, Hiepes, Meléndez, por no citar más que a los mejores, y de los que también hay una mínima muestra; y Sánchez Cotán, desde luego, sobre el que se incluye el homenaje de Ori Gersht Pomegranate, “película HD 55” que posee una buena realización técnica –fotografiar una bala que atraviesa y revienta una granada suspendida en el “cuadro”- y que puede considerarse un homenaje o “descerraje” del histórico bodegón de Sánchez Cotán. En todo caso, un acción tal vez banal, que consiste en imitar una naturaleza muerta de Cotán y filmar la explosión de una granada. En este caso, el visitante no debe olvidar el doble significado de granada-fruta y granada-explosivo, que irrumpe en la calma exacta de la naturaleza ya eterna de Cotán. Es decir, asociaciones verbales pasadas por la tecnología casera del cine o del vídeo de precisión.

 

Impresionante el hiperrealismo de los Santilari, que desafían la fotografía e incluso la misma reproducción de la realidad, porque toda reproducción es una visión. Resulta muy ilustrativo ver casi juntos los óleos de Soutine (1923) y las fotografías de reses de Mona Houtum (2002). Soutine en esa y en otras obras suyas, obsesivas y provocadoras, hace innecesario el “arte” de las fotografías de Mona Houtum. Contemplar algunos bodegones cubistas de Gris y Picasso, por ejemplo, evidencian lo insustancial de las fotografías de Wols (Sardines, L’oignon), pero con los que, en cambio, enlaza muy bien Sudek en sus composiciones (Labyrith of Glass y Bred, egg and glass) por el procedimiento de la manipulación fotográfica.

 

De la misma manera que se ha seleccionado La cena de Antonio López, no habría estado mal seleccionar algún Brueghel, algún Manet, pintores que en muchas de sus obras usaban naturalezas muertas, como Desayuno en la hierba, que la instalación de Ana Vieira ha manipulado hasta dejarlo en una simple sugerencia sobre la acción de pintar, pero que anula la iconoclasta propuesta del original. Además, puestos a financiar una exposición de este tipo, se echa en falta algo más significativo de Beuys –que es quien primero dijo aquello de “comer para pensar”-, por ejemplo, el mismo documental “Joseph Beuys. Cada hombre es un artista”, de Krüger (1979), o algo más íntimo, como su Capri Batterie (1985); o también, el documental Food de Gordon Matta-Clark... Del mismo Miralda, un pionero en la utilización de la comida como material creativo, debería haber estado mejor representada su aventura de El Internacional, en Nueva York entre 1984 y 1986, o sus fotografías de interiores de neveras Maceurocoke (2002).

 

Resulta ingenioso ese efecto de cambio de escala en Grater Divide, de Mona Hatoum, por el que habituales utensilios de cocina (ralladores) son transformados en un biombo; pero no sale de la mayor ramplonería creativa la inevitable “mierda de artista” del inevitable Manzoni y las apropiaciones de Beuys (Vino FIU), que ya no aportan nada después de aquel primer gesto de Duchamp. Ningún adjetivo merecen las dos fotografías de Sara Lucas (Bragas con pollo y Tengo encima un salmón), representante de esa corriente de arte británico que no sale del “caca, pedo, culo, pis” ni del bistec crudo y sangrante, al que no le dan ni vuelta y vuelta. Espero que la falta de presupuesto haya favorecido no traer al también británico Damien Hirst con su vaca o su tiburón en formol o su insulsa The Last Supper. En el reino de lo insustancial o del pitorreo cachondo caen otras propuestas plásticas de la exposición, que no se sabe cómo han podido interesar a los historiadores del arte, pero ahí están, representando algún ismo –ni siquiera vanguardia- en el que se pierde el mismísimo Dédalo, constructor del laberinto de Creta, y que representan salchichas y piruletas, o en las que sus autores juegan con la comida como niños en la escuela (Skoglund, Weiss, Noses).

 

Las obras de Spoerri remiten a ese momento, los años setenta, en que los denominados artistas están buscando nuevos materiales con los que experimentar y plantear cuestiones del tipo “los valores eternos, la digestibilidad, los cambios en el arte, y el arte mismo como bien de consumo” (E. Hartung, Catálogo, p. 111). En la onda de Spoerri y su Eat Art entrarán Beuys y Dieter Roth, que planteaba en sus obras el tema de la caducidad a través del uso de comestibles, y del que la exposición aporta dos obras, en colaboración con Hamilton, que pertenecen ya a la Historia y que están perfectamente caducadas.

 

No hubiera estado nada mal tampoco el que se promoviera desde Barcelona una ambiciosa exposición sobre el bodegón, aunque fuera como excusa para hablar de FA. Recuerdo la que, en el Museo del Prado, entre noviembre de 1983 y enero de 1984, organizó Alfonso E. Pérez Sánchez; la del Museo de Bellas Artes de Bilbao en 1999 –cuyas exposiciones y fondo compiten con éxito los rellenos vanguardistas que suele haber en el vecino Guggenheim- o la más reciente El bodegón español en el Prado del pasado año 2010. Pero en esta exposición de La Pedrera, da la impresión, como decimos, de que el bodegón es un mero pretexto para reutilizar materiales y datos localizados con anterioridad para el libro Comida para pensar y poder seguir hablando de nuestro querido y admirado Ferran Adrià, que tiene sus evidentes méritos, pero que no tiene nada que ver con el bodegón. Sí, en cambio, tiene mucha más relación con él Francesc Guillamet, que ha fotografiado la mayoría de los platos de Adrià,2 que los ha convertido en actualizadas “naturalezas muertas” y del que se exhibe en la exposición todo un panel de fotografías.

 

Compruebo mientras paseo ante la vigilante mirada del “segurata” que se ha perdido, al parecer, la costumbre de colocar en los rótulos de crédito de cada obra ese dato técnico para nada insignificante de, por ejemplo, óleo sobre tela, fresco, acuarela, fotografía, vídeo, técnica mixta... Al menos, todos estos datos técnicos vienen al final del catálogo de la exposición, muy bien editado y con material complementario muy ilustrativo.

 

Si algunos estábamos casi resignados a aceptar que la cocina es arte y los turiferarios de FA parecía que lo habían logrado, ahora asistimos a un arte nuevo: el arte del comer. De este título se desprende que comer también es un arte y, como tal, esta actividad artística incorpora un nuevo ingrediente: el comensal. A partir de esta exposición, la actividad creativa se ha desplazado desde la perspectiva del autor –el cocinero- a la del comensal, a la mera actividad de comer; del que elabora o, mejor, “crea” la comida, al que la deglute, la saborea, la paladea, la paga, la piensa, la ve, la manipula, la huele, la siente, la dispone... El hecho de comer y participar en la propuesta nos convierte en artistas, nos mete de lleno en el torbellino de la creación cotidiana compartida. ¡Qué arte! ¿Deberíamos bautizarlo “arte contextual”? En él, tal como nos aclara Elisabeth Hartung, la relación del arte con los comestibles se suele entender como “metáfora de lo sociológico, lo ecológico y ético”. Gracias, Elisabeth.

 

El subtítulo, “De la naturaleza muerta a Ferran Adrià”, añade alguna insinuante connotación que parece estar orientada a que pensemos, tal vez, que ha sido Adrià quien ha vivificado la naturaleza muerta, es decir, la cocina tradicional, interpreto yo malvadamente; por eso se elige la expresión “naturaleza muerta”, en lugar de “bodegón”, que es como se llama más a menudo en castellano al género pictórico. Parece, por tanto, que todo lo que es anterior a Ferran Adrià sólo fueran nourritures morts. Así mismo, desde una perspectiva histórica, el mismo subtítulo de la exposición, “De la naturaleza muerta a Ferran Adrià”, insiste en relacionar la cocina de FA con algo que la Historia ha considerado arte, aunque menor: el bodegón. Un título similar y surrealista, salvando las distancias, podría ser: “Del mosaico latino a Adolfo Domínguez”. Y es que la cocina de FA no tiene nada que ver con el bodegón por la evidente constatación de que sus platos están hechos para ser comidos, degustados, deglutidos, compartidos..., mientas que el bodegón es una representación de la realidad cotidiana, y a eso, aunque relacionado con la literatura, lo llamó Auerbach mimesis, imitación.

 

Sin embargo, toda la exposición despide el aire de una verdadera desmovilización de la idea, promovida a bombo y platillo, de que la cocina es arte y de que Adrià es un artista, aunque éste nunca ha querido admitir esa etiqueta, en la que se ha sentido visiblemente incómodo. Frente a la reciente euforia artístico-gastronómica, la comisaria Cristina Giménez acaba planteando una hamletiana cuestión: “¿Hay que seguir considerando al cocinero artista o artesano?”. Y el mismo Josep Maria Pinto, que ha sido uno de los divulgadores de la idea, es quien ahora dice: “Cuando hablamos de la cocina de FA no queremos hablar de arte”. Sin embargo, esta afirmación que sostiene en el catálogo de la exposición “El arte del comer” no tiene nada que ver con el “argumentario” que firma con Marta Arzak para justificar la presencia de FA en la Documenta 12 de Kassel incluida en Comida para pensar... Pero, al menos, abre el melón de la discusión e introduce el grano de la duda en el pensamiento único vigente hasta hoy.

 

1 Comida para pensar, pensar sobre el comer. R. Hamilton y V. Todolí eds., Actar, 2009.

 

2 Francesc Guillamet, Comer arte. Ed. Somoslibros, 2009.

 

 

Sala de exposiciones de CX La Pedrera

Paseo de Gracia 92, Barcelona

De lunes a domingo, de 10 a 20 h.

 

 

 

 

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