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La Miel, Dulzura de las Sierras



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Francisco J. Aute



Estamos ya a mediados del verano, los calores comienzan a agobiar y los colmeneros tienen ya que haber cumplido con el rito de castrar sus colmenas para ofrecernos, en forma de miel, la esencia destilada de nuestras sierras. La miel, que hasta el siglo XV fue el único edulcorante conocido, fue especialmente codiciada por el hombre, tanto que ya en la prehistoria se arriesgaba en atrevidas acrobacias para robar la miel de las colmenas naturales, desafiando además las furiosas picaduras de los insectos expoliados. Las pinturas rupestres de la Cueva de la Araña en Bicorp, Valencia, que cuentan con unos ocho mil años de antigüedad, y las de la montañas Drakensberg de Sudáfrica, nos muestran claramente cómo, con ayuda de sogas y cuerdas, un hombre se descuelga por una pared para recoger la miel de un panal situado en una oquedad mientras a su lado zumban las abejas. Aún hoy día en Nepal y otros lugares del Himalaya perviven los recolectores de miel silvestre que, ahuyentando a las abejas con fuego y humo, sufren estoicamente numerosas picaduras para poder obtener algunos kilos de miel y cera.

Cuando el hombre se hizo pastor y agricultor, que es lo mismo que decir que se convirtió en sedentario, de inmediato dedicó sus esfuerzos a domesticar a las abejas, como lo demuestran algunas pinturas del neolítico levantino donde ya se encuentran representaciones de colmenas de mimbre asentadas sobre taburetes de madera. Podemos pues decir que, en Sierra Morena, tan abundante en mieles como en vestigios prehistóricos, tal vez sea la apicultura un arte que se viene practicando sin interrupción durante muchos miles de años.

Por esto, al recorrer nuestras sierras y campos, no dejaremos nunca de encontrar en alguna ladera soleada un colmenar donde se agrupen varias decenas de colmenas, cuyo potente zumbido nos indica el incesante trajín de las abejas pecoreadoras. La muy numerosa cantidad de apicultores que en la actualidad laborean sus colmenas en estos campos, es la continuación de muchos siglos, milenios, de cultura apícola.

En realidad, hasta hace muy pocas fechas, la cría de abejas había sido algo muy artesanal y la producción de miel se destinaba casi únicamente al consumo familiar del apicultor. Cierto es que por las sierras no faltaban los corrales de colmenas, donde se reunían quince o veinte colmenas de corcho protegidas de los golosones jabalíes por una cerca de piedras, sin embargo lo habitual era que el criador dispusiese sólo de un par de colmenas al fondo de la huerta, en algún terreno de su propiedad o incluso en el corral de la casa.



La apicultura siempre fue un arte transmitido familiarmente donde primaron más la tradición y la afición del colmenero que el posible provecho a obtener, y quien tenía colmenas, generalmente las había heredado de sus mayores como una usanza más de la familia. Y es que la apicultura resulta ser una disciplina especialmente delicada, que requiere de unos conocimientos y habilidades precisos difícilmente asequibles por el profano. Antes del establecimiento de la actual apicultura moderna con colmenas movilistas, cada familia tenía sus propias técnicas desarrolladas a través de generaciones. Por cierto, no deja de ser interesante reseñar que las actuales técnicas colmeneras fueron ideadas en Austria, a mediados del siglo XIX y nada menos que por una persona ciega.

Las abejas quedaron pues incluidas en el ámbito de los animales domésticos, pero con un estatus propio, ya que no eran ganado, sino federadas que integrándose en el medio hogareño como una comunidad o familia independiente, cedían parte de su producción al hombre a cambio de los cuidados de éste. Esta condición de asociadas que distinguía a las abejas se manifestaba, hasta hace apenas doscientos años, en una serie de ritos y simbolismos tendentes a reforzar el consorcio con estos insectos. Así, cuando un mozo de la familia propietaria se casaba, una de las primeras ceremonias con que había que cumplir, era con la presentación formal de la novia a las abejas. Del mismo modo se creía que, mientras que los extraños corrían el riesgo de ser atacados, las abejas respetarían siempre a los miembros del clan familiar suponiendo que eran reconocidos por éstas, falsa suposición, cuanto que al ser la vida de una abeja de apenas cuarenta y cinco días, no tienen ocasión para llegar a conocer a nadie. Por disfrutar de este estatus, a la abeja reina se la llamaba Señora, y como a tal había que dirigirse en estas ceremonias. Se consideraba un pecado especialmente serio el matar abejas y, para proteger las colmenas de cualquier mal, se ponían junto a ellas unas cruces de sauce o chopo bendecidas el Domingo de Ramos.

Esta relación de sociedad tenía su expresión máxima con ocasión del fallecimiento del dueño, momento en que un familiar próximo se acercaba a la colmena y dando sobre ella unos leves golpes decía ?Abejas, abejitas, el amo ha muerto. Abejas, abejitas haced cera que el amo necesita luz en la iglesia?. Las familias propietarias de colmenas tenían a gala que en velorios y duelos, toda cera que ardiese fuese del colmenar propio, llegando incluso algunos abejeros a ir apartando la cera más pura y de más calidad de la que cada año cosechaba y fabricar con ella unos primorosos cirios destinados a su propio entierro. Si una o varias abejas entraban en la casa, se consideraba presagio de la muerte de alguno de sus habitantes, pues venían a ?ofrecer su cera para cirios y velas?. Inmediatamente se abrían puertas y ventanas, y si las abejas se iban en lugar de recalar por los rincones, el peligro quedaba conjurado.



Estas cortesías entre hombres y abejas son sin duda reflejo del pacto que hace milenios quedó establecido entre ambos al aceptar la abeja la hospitalidad humana. Pacto que se renueva cuando el apicultor encuentra una colonia de abejas errabundas, enjambradas éstas en cualquier árbol o saliente. El descubridor debe marcar su propiedad colgando junto al enjambre cualquier prenda de vestir y, sea de quien sea la tierra, el enjambre será suyo. Una vez capturadas las abejas, si éstas aceptan la colmena que se le ofrece, el pacto queda sellado. Por lo mismo, por ser un pacto y no una imposición, las abejas no podían ser objeto de comercio, ya que éstas no eran propiedad del abejero, sino sus asociadas y, por tanto, los enjambres no se podían vender, sólo trocar por ovejas, granos o servicios ya que de lo contrario las abejas enfermarían o sus panales dejarían de ser productivos.

Toda esta consideración con las abejas es sin duda, fruto también de la admiración que los insectos sociales, como abejas y hormigas, han despertado de siempre en el hombre. Por eso en nuestra infancia fuimos, una y otra vez, alimentados con las morales enseñanzas sobre las laboriosas hormigas o la perfección de la monarquía absoluta y piramidal de las abejas, salpimentado todo con fábulas de cigarras cantoras que daban de lleno en el apartado de ?vagos y maleantes?. Yo mismo, bajo el estigma de saberme con más vocación de zángano o de cigarra que de abeja u hormiga, no pude evitar un íntimo regocijo sintiéndome mucho más reconciliado el mundo tras leer un estudio publicado en Science donde sesudos doctores demostraban que, en los hormigueros el 80% de sus individuos se limitaban a vagabundear o no hacer nada, mientras el restante 20% soportaba el peso de la comunidad.

Con todo, la autoridad de la abeja reina, o mejor dicho, la ciega sumisión del resto del enjambre hacia ella, y el hecho de carecer de aguijón, con lo que no podría castigar a una imposible abeja proletaria de inclinaciones liberaloides, han hecho de estos animales el símbolo por excelencia de reyes y tiranos. En la escritura jeroglífica egipcia, la abeja entraba como determinativo de los nombres reales. Alejandro Magno la tenía como emblema y Napoleón hizo bordar cientos de abejas en el manto de su coronación. Por no hablar de la incautada Rumasa o del pobre Atlétic... Así que dejémonos de fruslerías y, ahora que es época, intentemos aprovisionarnos de miel para todo el año, a ser posible de manos de el apicultor evitando así la inmoderada tendencia de las marcas comerciales a hacer dudosas ?alquimias? con las mieles naturales.



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