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El Vino Que Tenemos


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Caius Apicius Cristino Álvarez
en memoria de nuestro colaborador y amigo



Madrid, 22 ene (EFE).- Decimos, y es verdad, que hoy en día tenemos mejores vinos que nunca; en efecto, jamás se ha cuidado tanto su elaboración, ya desde la viña, y en ningún otro momento de la Historia ha habido tantas buenas posibilidades de elección.

Lo que pasa es que cada vez tienen menos vigencia las cosas que, hasta ahora, aceptábamos como verdades inmutables del vino. Todo cambia, y el vino también. Y junto con tantos cambios positivos, se están observando otros que, en principio, habrá que estudiar con atención, porque pueden afectarnos bastante a la hora de disfrutar de la más noble bebida elaborada por el hombre.

Es ya irreversible la invasión de cepas foráneas, con la Cabernet Sauvignon a la cabeza, en las tintas, y la Chardonnay en los blancos. Dos grandísimas variedades, sin duda alguna; pero su presencia masiva amenaza con llevarnos a una cierta uniformidad, a vinos casi clónicos... y esa perspectiva no nos parece demasiado atrayente.

Es cierto que un vino no depende sólo de la variedad de uva con la que se elabora; pero sí que ésta lo marca en gran manera. Es normal que en los países sin una tradición vinícola multisecular se hayan impuesto esas variedades: Chile, California, Australia, Nueva Zelanda, Sudáfrica, Israel... Lo es menos que arrasen en los que llevan siglos y siglos en el vino, como España o Italia, que cuentan con magníficas variedades propias.

Nadie malinterprete lo anterior: esas variedades francesas, como la Merlot, la Syrah o la Sauvignon Blanc, producen vinos espléndidos, que incluso adquieren algo de la personalidad propia de la tierra donde se cultivan; pero será difícil superar lo que sale en Burdeos de la Cabernet Sauvignon, o en Borgoña de la Chardonnay.

Otro asunto: la caducidad del vino. El vino, como saben todos ustedes, es algo vivo, que nace, crece, envejece y... muere. Me da la impresión de que hoy son muy pocos los vinos que se elaboran son vocación de permanencia. Se acelera su maduración, están en su plenitud muy pronto... pero viven poco. Hoy hablamos de vidas que no van más allá de los diez años: hay que colocar en el mercado las nuevas añadas.

Y se colocan, además, muy pronto. No vamos a defender ahora, porque no lo hemos hecho nunca, las largas permanencias en madera vieja, y, mucho menos, en madera nueva, tan agresiva. Pero sí el necesario -y lento- redondeo del vino en la botella, en la quietud de la bodega: ahí acaba de hacerse grande un buen vino.

Ocurre que las bodegas compiten, o esa impresión da, por poner sus nuevas añadas en las tiendas lo antes posible. Y las sacan si terminar de hacerse. "Ahí tiene usted este vino -parecen decirnos- que estará perfecto en cuatro o cinco años. Mientras, lo podría guardar yo; pero como me resulta caro tener tanto capital inmovilizado, lo mejor es que se lo beba usted como está... o que lo guarde usted mismo". Consecuencia: estamos bebiendo añadas que ganarían muchísimo con una prudente espera. Y es una pena.

Por otro lado, abundan demasiado los gurus del vino, los líderes de opinión, sobre todo anglosajones, que imponen su juicio no ya a los consumidores, lo que no sería demasiado grave porque cada cual es muy dueño de hacerle caso a quien quiera, sino a las propias bodegas, que se mueren por alcanzar 97 puntos sobre 100 en esas listas y deciden que la mejor forma de hacerlo es, en vez de elaborar un vino que guste a la gente, hacerlo al gusto de tal o cual santón de la crítica... con cuyo criterio se puede estar perfectamente en desacuerdo.

Ahora se tiende a criticar la madera, a exaltar los aromas tiernos, casi exclusivamente frutales, de los vinos-niño. A mí, la verdad, el mosto no me ha gustado mucho nunca. Y a esos vinos les encuentro que les pasa como a los propios niños pequeños: son muy graciosos un ratito, pero les falta conversación. Y a mí me gusta que el vino me hable de más cosas que de las uvas.

De su tierra, por ejemplo. Me gusta que un vino me sepa a tierras del Ebro, o del Duero, o del Miño... Me ilusiona que tenga la edad suficiente para conversar con él, que se haya formado en la barrica y en la botella antes de salir al mundo. Me encanta reencontrarme con él al cabo de los años, y ver que sigue muy bien de salud. Y, desde luego, quiero que un vino que compro esta tarde pueda hacer un gran papel a la hora de cenar... aunque no llegue a un 90/100 en las Biblias enológicas.

Sencillamente, me gusta un buen vino. ¿A ustedes no?. EFE

cah/mlb



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