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Tradición Y Modernidad, por Jose Ramón Romero.



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La ciudad del Túria se rinde ante sus tascas con solera, locales de moderno diseño y bares de barrio donde se conjugan a la perfección creatividad y una excelente materia prima.


El valenciano, que ve en el arroz una especie de cuarta dimensión que le comunica con su pasado y da forma y sentido a sus reuniones familiares y profesionales, ha sembrado su ciudad de templos dedicados a este gramíneo elemento. Valencia no sería la misma sin la inefable estampa del vaso de horchata o sin sus tertulias alrededor de una humeante paella. Y es que esta ciudad, por encima del boato de las obras de Calatrava, de los diseños de Montesinos, del glamour de la America’s Cup o de sus románticos atardeceres en la Malvarrosa, destila el aroma inconfundible, casi irresistible, de sus emblemáticas paellas.


Ciudad de luz, de agua y también de olor a pólvora, tiene su propia cadencia y se mueve al compás que marcan los ritos de sus habitantes, como el del almuerzo. Esta sana y por otra parte social costumbre se practica sentado, en comidas y cenas, y apenas existen locales consagrados a esa emperatriz de la gastronomía española que es la tapa. Aun así, esta ciudad hospitalaria y generosa tiene mucho que ofrecer. Lo descubrimos paseando por el casco histórico, entre gárgolas góticas y fachadas renacentistas, donde se oculta una de las tascas con más solera, El Llibrer, local que pasa inadvertido incluso entre los valencianos y cuyo ambiente viril ofrece desde primera hora estampas de labradores almorzando su bocata con altramuces y porrón.


Sirve una de las tapas más originales de la ciudad: la zapatilla valenciana, rebanada de pan crujiente con lecho de suavísimo ajoaceite y pisto, capaz de resucitar a un muerto. Muy típicas también las chuletas de la huerta (patatas horneadas con pimentón y ajo), las ancas de rana o la tortilla de patata. A pocos pasos, detrás de la Lonja de la Seda, una simpática y angosta tasca, Casa Ángel, que se precia de servir las mejores sardinas a la plancha de Valencia, acompañadas de salsa de aceite, ajo y perejil.


Uno de los que más historias podría contar, ostenta chaflán en la emblemática plaza del Tosal, corazón del barrio del Carmen que bombea a raudales glóbulos de marcha nocturna cada fin de semana. Se trata de un establecimiento centenario, que, aunque se hace llamar Tasca El Pilar, es más conocido como la Casa de las Clóchinas (variedad valenciana del mejillón). El tipismo es indudable pero las tales clóchinas, curiosamente, no son dicha variedad sino mejillones cocinados con pimentón en gigantescos peroles que se calientan según demanda. Nada que objetar en cambio a la ensaladilla rusa, la sepia con mayonesa, los embutidos con habas frescas o los pepitos de pisto. Muy bueno por cierto, el flan de la casa.


A dos pasos y cruzando la plaza, La Taberna de Marisa goza en el barrio de un merecido prestigio por su diseño de vanguardia y su nivel gastronómico. Aquí se viene a disfrutar, entre buenos vinos y ambiente animado, de los montaditos, los ibéricos, la ventresca, la chistorra, los revueltos de boletus o el de la casa (con patatas fritas, huevos de corral y jamón ibérico de bellota). También son de chuparse los dedos las ensaladas, las cazuelitas y platos de cuchara.


Ya en la línea que delimita El Carmen, y a espaldas del Ayuntamiento encontramos el elitista y minúsculo El Encuentro, pequeño restaurante que sirve excelentes tomates en cualquier época del año, magníficas croquetas de jamón o de queso y suculentos platos como las manitas de cerdo, el rabo de toro o los pimientos del piquillo rellenos de gambas. Junto a otra de las joyas arquitectónicas de la ciudad, las Torres de Serranos, está la última novedad del Carmen. Se trata de una taberna con diseño moderno, La Tacita de Plata, que junto a los clásicos aperitivos ofrece tapas de corte creativo como la lasaña de txangurro, patatas serranas rellenas de jamón o canelón de berenjenas con foie y trufa. La bodega está bien seleccionada y sirven un buen vino de la casa (de la zona de Utiel Requena), el Vegalfaro, a buen precio.


En torno a la gran plaza de Cánovas, cercenada en su ecuador por la Gran Vía, los bares, restaurantes orientales, tratorias italianas, pubs, cervecerías y tascas de variado pelaje, se dan cita codo con codo a lo largo de varias manzanas. La oferta gastronómica es tan variada que lo más recomendable es deambular sin rumbo fijo y disfrutar del ambiente. Aquí se encuentra un clásico de la ciudad: Acuarium, donde los pepitos de ternera son impecables, al igual que los pinchos y tapas que sirven los camareros de siempre.


AÚN POR DESCUBRIR. Si los bares del Carmen y de Cánovas dibujan una encrucijada geográfica bien definida, en el resto de la ciudad los locales se reparten salpicados, con cierto aire de orfandad y resultan desconocidos para muchos valencianos. Es el caso de El Coto de Europa, muy cerca del Palau de la Música, a cuya terraza la gente acude para ver y ser visto y disfrutar su tapeo de alta costura a base de jamón ibérico, ensalada de ventresca y tomate valenciano y excelente vacuno de León y Burgos. Además, ofrece una extraordinaria bodega a la vista del público.


Otros dos tesoros gastronómicos se ocultan a espaldas de la Gran Vía, en el barrio conocido como Abastos. Una de ellas es propiedad de los hermanos José y Miguel Ángel Rausell, apellido que da nombre a su local, cuya excelente barra y sensatos precios lo han convertido en favorito del vecindario. Gambas de Denia, ostras, almejas, navajas, ibéricos, carnes del Valle del Esla... Grandes vinos. Lugar de culto. No lejos de aquí, en el Alhambra, un modesto bar de barrio, probamos una de las mejores tortillas de patata de España. Enorme, perfecta, jugosa y en su punto de sal, comparte barra con las albóndigas, el hígado en salsa y los bocadillos de lomo apaleado o de longanizas en salsa de pimienta. Todo de régimen.


Pero para bares de barrio, el Ranchal, conservado en formol desde hace 40 años. En su cocina, Alfredo demuestra que es un gran planchista y borda las castañuelas (mollejas de cerdo ibérico), las cigalitas con ajos tiernos, la sepia y lo que traiga del mercado el patrón, Benito, que no para de provocar a los clientes con chacinas del valle de Los Pedroches y cerveza bien tirada.


Otro de los barrios con sabor de la ciudad, sabor multirracial, eso sí, es el de Ruzafa. Alrededor de su centro, un mercado de reminiscencias modernistas, se reparten por igual bares de jazz, restaurantes étnicos, tiendas de productos ecológicos, carnicerías árabes y bazares chinos. En una de estas calles, el novedoso restaurante-bodega Entrevins carece de despensa y nevera por estar a 30 metros del mercado, donde se surte a diario para confeccionar una cocina creativa. Tiene zona de tapeo con buenos pinchos siempre cambiantes: croquetas de bacalao con alioli, boquerones con parmesano, caneloncitos con diferentes rellenos…


METÁFORA CULINARIA. Compartiendo vecindario pero asomado a la burguesa avenida de Antiguo Reino, Maipi es tal vez la mejor metáfora de lo que entendemos por el típico bar de tapas. Su propietario, Gabriel Serrano, lleva años con su fórmula "del mercado a la mesa" y cuenta con una de las mejores barras de la ciudad, siempre hasta los topes, con ambiente futbolístico. Buenísimos sus montaditos, sus chuletillas de lechal, el ajoarriero, las anchoas y los platos de cuchara.


Otro bar, Puertas, ofrece una de las mejores sepias a la plancha de Valencia. También son excelentes las anchoas con su cama de tomate y el solomillo trinchado con patatas pobres y vinagre de jerez. Huevos con morcilla y ajoarriero pueden ser otras opciones para recuperar fuerzas tras una sesión de jogging en el vecino parque de Viveros. No muy lejos, próximo a la avenida Blasco Ibáñez, está La Malquerida, donde Constant García, joven e inquieto sumiller, trabaja de maravilla la barra. Aquí es recomendable pedir los malqueriditos (langostinos rebozados con crema de queso), los crèpes de verduras o carne acompañada de alguno de los vinos de su vinoteca con más de 400 referencias.


Para sabor, el del ambiente portuario del barrio de Cabañal. Aquí encontramos la emblemática Bodega Montaña, hasta hace cuatro años sólo frecuentada por vecinos y ahora tomada por los turistas y familiares de los regatistas de la America’s Cup. El propietario, Emiliano García, es una autoridad en asuntos de vino no sólo en la Comunidad sino también a nivel nacional. Reformó con encanto y acierto su local y también reunió una extraordinaria carta de vinos con más de 700 referencias. Las tapas más celebradas son las anchoas y las patatas bravas.


Cruzando la calle, unos pocos metros a la derecha, abre Casa Guillermo, emblemático local con merecida fama por sus anchoas con ajos fileteados, sus mejillones y su bonito. La barra siempre está muy animada y disponen también de un pequeño comedor. Y sin dejar el barrio portuario, pero ya en pleno corazón canalla, se encuentra Casa Jomi. Miguel Tirado ha hecho de esta especie de camarote de los hermanos Marx un templo gastronómico donde premia a su clientela fiel con excelsos tomates con bonito y olivas; patatas muy bravas; bocas de cangrejo; montaditos de chuleta de Bruselas o los salazones y ahumados. Buenos vinos y tarta de zanahoria muy rica en un ambiente entusiasta y humeante donde los clientes, antes de irse, encestan las propinas de espaldas a un cubo o con el pie por encima de la barra.


Un ambiente bien distinto al de la vecina dársena del puerto, transformada para acoger la 32ª America’s Cup, y donde nuevos chiringos de moda abren para delicia de la gente guapa y los regatistas que acuden para tomar una pizza o una copa. La oferta gastronómica de la ciudad resulta tan caleidoscópica como su patrimonio cultural, su arquitectura de vanguardia y su playa recuperada.


Fotogafía de José Ramón Pérez Crespo (Casa Ángel).




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